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EL POETA QUE REGRESÓ DE LA MUERTE

Álvaro Darío Lara

Hace 32 años un treinta de octubre de 1990, la legendaria e ineludible Átropos cesó del mundo físico, en el volcán de San Salvador, al joven poeta salvadoreño Amílcar Colocho, quien había nacido tan sólo veinticinco años atrás. Sin embargo, era ya un hombre de gran intensidad interior, dotado de una clara inteligencia y de una inequívoca propensión poética.

Amílcar cursó estudios iniciales en Agronomía y luego en Filosofía, pero su preocupación social, su humanismo acendrado, lo volcó, como a muchos de nuestra generación, a sentirse comprometido con la causa popular hasta las últimas consecuencias. Coherente con esto, Amílcar abrazó la lucha armada revolucionaria y entregó su sangre en el altar más noble de la Patria, la Patria soñada, la Patria tantas veces vejada.

Conocí a Amílcar en las reuniones literarias, auspiciadas por la Asociación de Estudiantes de Letras (AEL) de la Universidad de El Salvador, justo a mediados de los años ochenta del siglo pasado. Estos encuentros entre jóvenes con inquietudes por la poesía y por la narrativa, pronto derivaron en la creación del Taller Literario Xibalbá, que congregó a una veintena de muchachos con evidentes inquietudes literarias y políticas.

La primera impresión que tuve de Amílcar era la de un compañero muy observador y reservado. Rara vez participó, como muchos de nosotros en las opiniones, críticas y encarnizadas discusiones sobre la valía o el demérito de algún texto. Siempre se mantenía en silencio, salvo cuando compartía sus escritos. Tenía mucha presencia, se advertía en él una fuerte carga vital. Definitivamente, aunque no se expresará con sonoras palabras, su actitud, su semblante, y, sobre todo, su mirada, pesaba. Físicamente, era delgado, de condición atlética, y de una especial naturaleza muy varonil, sensual. Su liso cabello, era de una tonalidad muy oscura, brillante, casi azulada. Y tenía una peculiar sonrisa que se insinuaba a un lado de su rostro, pícara, burlona. Un muchacho moreno, pletórico de vida, así lo recuerdo y recordaré siempre.

Tras su muerte, algunos de sus amigos y compañeros, nos dimos a la tarea de editar un tomo que recogiera sus versos. Partimos de su poemario inédito “Varios”, y de él tomamos como guía para una segunda parte, un epígrafe del poeta español Miguel Hernández, que Amílcar había escogido como preámbulo de “Varios”. Los versos son estos: “vida, muerte, amor: Ahí quedan/ escritos sobre tus labios”. De esta manera, la segunda parta, la titulamos: “Escritos sobre tus labios”, y la seccionamos en tres partes: “Vida”, “Amor” y “Muerte”, seleccionando críticamente los poemas que se pudieran agrupar en cada una de estas tres temáticas.

El libro, titulado “Varios” (1993), fue ilustrado por el artista plástico Óscar Vásquez y prologado por David Morales. Vio la luz de la imprenta, bajo el sello “Cábala”, un notable esfuerzo editorial del poeta Ernesto Flores Sandoval, siendo presentado en octubre de ese mismo año, en el recordado Centro Sociocultural Sur.

En 1997, el poeta Otoniel Guevara, uno de sus grandes amigos y compañeros, publicó una selección de sus poemas que nominó: “La canción del poeta” (Ediciones Mazatli), con dibujos de Camilo Fonseca y un comentario al dorso de Wilfredo Peña.

Amílcar murió cuando aún se encontraba en ese natural proceso de construir su palabra poética. Gustaba de trabajar la síntesis conceptual en sus textos. En su poesía es fácil advertir las influencias de los grandes poetas suramericanos, muy determinantes aún, por esos años.

La poesía de Amílcar Colocho es una poesía del dolor personal y social; de la utopía revolucionaria; de la devoción a la madre y a la amada, y de la presencia de la muerte. La muerte es una constante en sus versos. Su poesía intuye la muerte. Pero la intuye y la acepta con la convicción de que es la necesaria y única condición que posibilitará la vida futura. Esa congruencia de su ideario se manifiesta con absoluta claridad en su creación literaria.

La palabra de Amílcar continúa y continuará, desde su juvenil voz, dolida y valiente, urgiéndonos por la construcción de un mundo nuevo, a pesar de todos los obstáculos del presente.

Sean sus versos testimonio de esa época luminosa y cruel que le correspondió vivir, él, el poeta que regresó de la muerte: “Hoy que regreso de la muerte/ penetro de nuevo en tus heridas/ en el canto que te alumbra la vida a la hora de la ausencia/ yo el hambriento/ el que bebió tu sangre con la noche/ y se marchó luego/ sólo con el recuerdo”. (Poema trashumante I).

 

 

 

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