René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
Y al final las cosas son como son; tanto ayer como hoy, sólo nos queda tomar una buena bocanada de aire, guardar en el bolsillo izquierdo el penúltimo sueño de movilidad social, ponernos la mascarilla -como quien se pone un yelmo medieval con visera y barbera-, y rezarle de rodillas a la Perpetua Virgen de Fátima antes de poner un pie en la calle y quedar a merced de la filosa espada de un virus rabioso, doloso y escrupuloso que nos convence de que la muerte es un dolor tan constitucional como fascinante. Siempre ha sido así, esa es la epistemología de los virus que crecen en las benditas pandemias de la peor nostalgia en la que (completamente domados por el fetichismo de la mercancía que es –lo reconozco- tan adictivo como el fetichismo de pies que me somete) muchos reclaman el derecho a ser desgraciado o a ser un desgraciado. No es una pérdida de sentido gramatical la última aseveración, pues, si se ve desde el microscopio de la política perversa, el uno y el otro son distintas personas.
Quizá por eso, y por lo otro que no he dicho ni insinuado, siento que es una tentación confesa e inexorable volver, de puntillas, a la escatológica pandemia de la Gripe Española para comprender la del Coronavirus (una gripe que no es gripe, aunque es igual a una gripe), no sólo porque ambas pusieron en jaque al planeta por ellas conocido, sino también porque ambas, en distinto grado, se alinearon con guerras doctrinarias y con imputaciones xenofóbicas que, indocumentadas o sin visa vigente, surgieron de sus respectivos flujos migratorios que, siendo parecidos en su lógica territorial, fueron muy distintos en intensidad y cantidad.
Ni Nostradamus (ni siquiera los insaciables directivos de Avianca, Dow Jones y J Crew) pudieron prever que la virulenta cotidianidad que el planeta vivió hace ciento dos años se repetiría casi al pie de la letra. A principios de 1918, se registraron en Estados Unidos y Francia (cuyos soldados eran actores estelares en la Primera Guerra Mundial, aunque en ese momento no se vio la relación entre ambos hechos) unas muertes que no fueron diagnosticadas de forma fiel y que tenían como síntomas principales: dolor de cabeza, tos, dificultad para respirar y fiebre alta. Sólo un par de meses después, se observó el mismo cuadro clínico en civiles y soldados en Bélgica y Alemania. En esos días, la aglomeración que provocó una fiesta religiosa en España desencadenó un brote de la misteriosa enfermedad.
De no ser porque se citó el año, el relato anterior parecería uno de la actualidad, o parecería que hemos descubierto un relato inédito de Edgard Allan Poe. Pero no, ni es Poe, ni estamos hablando de 2020. Estamos situados en 1918, exactamente en las últimas detonaciones y humaredas de la Primera Guerra Mundial, y frente a una de las mayores pandemias de la historia, la incorrectamente llamada “gripe española” que tendría como recuento final: unos 50 millones de muertos y más o menos 500 millones de infectados en todo el mundo. De más está decir que, tanto por los síntomas como por las erráticas medidas sanitarias iniciales, la gripe española es un referente –biomédico, económico, sociológico y cultural- que habría servido de mucho para aprender lecciones del pasado frente a la actual pandemia del coronavirus y de esa forma no sentir que, por la continuidad de las tragedias, estamos cayendo en un pozo sin fondo; no sentir que estoy “transportándome silenciosamente hacia abajo, aún más hacia abajo, cada vez más abajo, hasta que me invade un vértigo espantoso a la simple idea del infinito en descenso”, para decirlo con la pluma de cuervo de Poe. Entonces, las preguntas al respecto son: ¿la historia de una peste se repite continuamente por ignorancia pura o se repite deliberadamente en el marco de guerras planetarias para repartirse los mercados y los trabajadores? ¿no es esa repartición brutal de los mercados y personas una versión moderna de la encomienda colonial? ¿son las pandemias un pozo sin fondo que nos obliga a estar cayendo a solas y en lo oscuro?
Como si estuviéramos en una paradoja propia de la que llamo “sociología de la nostalgia”, el tiempo-espacio se revela inerte o, en el mejor de los casos, se revela a merced de una máquina del tiempo. Y es que, como dijo “el viajero a través del tiempo” (en La Máquina del Tiempo, H. G. Wells, 1895), “no hay diferencia entre el tiempo y cualesquiera de las tres dimensiones, salvo que –si estamos preparados- nuestra conciencia se mueve a lo largo de ellas”. La pandemia que vive nuestra generación nos ha hecho sentir que habitamos en una máquina del tiempo que nos llevó de golpe a 1918 para que veamos en ese año lo que estamos descubriendo hoy. Sin duda, los paralelismos históricos y los trasloques culturales son evidentes desde el principio si los buscamos desde las ciencias sociales.
Aferrados al mercantilismo más voraz, de la Gripe Española y del Coronavirus se dijo que eran un constipado intrascendente, una “gripita”, que no avanzaría mucho y, por ello, no era necesario derribar las puertas de las empresas y, sin embargo, en ambos sucesos, los sistemas sanitarios mostraron ser tan débiles que no dieron abasto. Esa situación que nos demuestra que vivimos en la sociedad de la ignorancia (y que, por tanto, la “sociedad del conocimiento” es una grotesca falacia) me hace recordar una frase de Aldous Huxley: “la experiencia no es lo que te sucede, sino lo que haces con lo que te sucede”.
Recurriendo a la sociología de la nostalgia, nos damos cuenta de que nos suenan familiares las medidas de contención de la pandemia de hace un siglo: cuarentena obligatoria; desinfección constante (quienes tienen los recursos mínimos para hacerlo); distanciamiento físico; cierre de espacios públicos, teatros, escuelas, universidades, empresas y fronteras. Como dato curioso vienen a la mente tres imágenes culturales del remoto 1918 que no son extrañas hoy: 1) como no existían los teléfonos particulares, se fumigaban los teléfonos públicos e, incluso, a las telefonistas que laboraban en las operadoras donde los ciudadanos acudían a llamar; 2) en Estados Unidos se decretaron multas por no llevar mascarilla, las cuales ascendían hasta los 100 dólares (un dineral en esa época); y 3) se instalaron precarios hospitales de campaña que, en un santiamén, fueron desmontados para retornar a la precaria situación de los sistemas de salud pública.
Por otro lado, en 1918, como en 2020, se comprendió rápido que las personas, sobre todo cuando estaban en multitud, eran el foco de contagio. Por tal razón, se impusieron cuarentenas y se avanzó en la aplicación de medidas preventivas que históricamente ya habían demostrado su eficacia, y se montaron, usando medios coercitivos en casi todos los casos, estrictos cordones sanitarios y grandes centros de contención para los sospechosos de estar contaminados.