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El pozo sin fondo: de la gripe española a la gripe capital (2)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

En 1918, ante el escaso desarrollo de la medicina que hacía creer que la vida en la pobreza es el purgatorio de otro planeta, la gente combatió el virus aferrada a supersticiones sacadas de su Macondo particular. Cien años después –que no es nada, cantaría Gardel, de vivir hoy- las cosas del imaginario popular no han cambiado mucho, por eso la pandemia del Coronavirus tuvo sus dosis de misas multitudinarias, oraciones a la Virgen Catalana de Blancas Pestañas y amuletos benditos vendidos en línea, para ver si así el virus retrocedía. Sin embargo, al igual que cualquier tipo de reunión masiva, las misas multitudinarias más que ser una cura son focos de contagio.

Siguiendo con el paralelismo, recuerdo haber leído que la primera oleada de gripe en España tuvo lugar, precisamente, tras las celebraciones del patrono de Madrid. La crónica del contagio anunciado relata que la gente se reunió en la pradera (que imagino custodiada por Siete Sauces) y, una semana después -22 de mayo de 1918- los periódicos decían que todos estaban cayendo enfermos de una rara gripe. La historia de la peste se repite como dos grandes titulares -más allá del tiempo- anunciando dos pandemias repentinas. La incidencia mediática, del que es hoy un remoto incidente, bautizó a la nueva gripe como “española”, no obstante que se considera como “paciente cero” a un cocinero de un centro de instrucción militar en Kansas, aunque otras fuentes afirman que el brote inició en China o Francia a finales de 1917. La explicación de que se apellidara “española” radica en el hecho de que, al mantenerse neutral en la Primera Guerra Mundial, la prensa de España le dio más cobertura a la nueva enfermedad, dando la sensación de que el epicentro inicial fue ese país.

Por el recuento de muertos, la Gripe Española es considerada como “la madre de las pandemias modernas”, aunque por el daño a la economía mundial tal etiqueta le corresponde a la del Coronavirus. En 1918 se afrontó la pandemia sin vacunas (ni promesas inmediatas de ellas), sin test, sin certezas preventivas y, al igual de lo que se dijo al principio de la pandemia actual, se esperaba que las temperaturas altas del verano frenaran, como por milagro, su transmisión, cosa que no pasó en ambos eventos. Aferrados a las creencias que deambulan en los laberintos del imaginario llegó la marejada del rebrote que fue más mortal en los lugares pobres, sobre todo en España, producto de las masivas celebraciones a la virgen y la relajación del confinamiento. Pareció que, en ese rebrote, el virus actuó de forma deliberada para darle validez al más patético principio demográfico de Malthus: “en vez de recomendarles limpieza a los pobres, hemos de aconsejarles lo contrario, haremos más estrechas las calles, meteremos más gente en las casas y trataremos de provocar (aludiendo a la fe en el juicio final) la reaparición de alguna epidemia”. Y entonces, jalonado por el delirio de morir una y otra vez a manos del Coronavirus (¿o de la Gripe Española?), vuelvo al pozo y el péndulo de Poe, porque no se si estoy en 1918 o en 1920, pues siento que “la oscilación del péndulo se efectúa en un plano que forma ángulo recto con mi cuerpo. Veo que la cuchilla del virus ha sido dispuesta de modo que atraviese la región de mi corazón sin mascarilla.

Rasgo la tela de mi traje, incinerado sin misa de cuerpo presente ni novenario con pan dulce; vuelvo a sufrir toda la angustia, se repite en mí la operación una y otra vez”.

¡Qué terrible es saber que a pesar de las rudas enseñanzas dadas por las pestes los sociólogos no se consideran expertos en las mismas! Al final las cosas son como son; tanto como ayer solo nos queda tomar una buena bocanada de aire sin oxígeno; guardar en el bolsillo derecho el penúltimo sueño de movilidad social; ponernos la mascarilla -como quien se pone una de las máscaras de Octavio Paz en su Laberinto de la Soledad; y rezarle de rodillas a la Virgen de la Nueva Concepción antes de poner un pie en la calle y quedar a merced del corvo de un virus rabioso, doloso y tan recurrente como la pobreza… Y no saber si estoy en 1918 o en 1920, años que se parecen también por la calaña de sus respectivos políticos. En 1918, el fin de la pandemia dependió –además de la inmunidad colectiva- de la gestión de cada país bajo el aura de los intereses de sus políticos y de los resultados que cada país tuvo en la Primera Guerra Mundial; en 1920, el fin de la pandemia dependerá del sistema económico de cada país: rico o pobre.

Una pandemia se acaba cuando no hay transmisión comunitaria incontrolada y los casos están a un nivel bajo. Mientras eso sucede, la gente se pregunta: ¿Cuándo putas terminará esta calamidad? pero se están preguntando por el final social, no por el biomédico, o sea que se preguntan por el final de las cuarentenas y restricciones públicas que trastocan su cotidianidad. En la pandemia de la Gripe Española, por ejemplo, el miedo social varió según el nivel de información disponible y el tipo de daños internos sufridos en la guerra. La guerra que se vive en la pandemia actual es la de los políticos opositores con los gobiernos de turno. En todo caso, cuando los contagios bajan la gente deja de preocuparse y se entra en la fase que llamo “ebrietas plaga post” (embriaguez después de la peste).

Así, tras la Gripe Española y la Primera Guerra Mundial llegaron los libertinos años 20s como tiempo-espacio de felicidad pública. La población que sobrevivió entró en una fase de embriaguez generalizada, tanto en lo sociocultural como en lo económico, y lo mismo sucederá hoy, al menos eso se deduce al observar el comportamiento individual y social en los países que salieron de la cuarentena. La “ebrietas plaga post” imperó en las calles en 1920 e imperará un siglo después, debido a que el encierro social deteriora el imaginario y, ante eso, la única salida visible es la de convertir los placeres suntuosos o mundanos en necesidades cotidianas básicas. Rompiendo el tiempo diría que ese comportamiento similar a la embriaguez tiene sus raíces culturales en las milenarias “danzas de la muerte” que, por ignorancia, se hicieron populares durante la peste negra del siglo XIV. En el fondo, la gente quiere o aprende a vivir con la muerte porque es un hecho vital anunciado, y esa suicida condición me lleva a una frase de “la máscara de la muerte roja”: “Había mucho de lo bello, mucho de lo licencioso, mucho de lo bizarro, algo de lo terrible y no poco de lo que podría haber producido repugnancia.”

Construyendo una enseñanza dejada por las pandemias de 1918 y 2020 diría que cualquier medida anticipada se califica de alarmista, y después se la considera insuficiente.

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