Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
Hace unas semanas me encontraba haciendo ejercicio en una bicicleta estacionaria del Hospital del Seguro Social, para aliviar un padecimiento en ambas rodillas que arrastró desde hace dos años, y que -literalmente- ha cambiado mucho mi movilidad física, y, sobre todo, mi percepción del tiempo, del espacio, y de otros aspectos más trascendentes de mi vida.
Trabajosamente ganaba unos cuantos metros, cuando de forma espontánea comencé a conversar con un hombre que no alcanzaba los cuarenta años, de gran estatura y voluminoso cuerpo, que frente a un enorme espejo realizaba la esforzada rutina de mantenerse erguido, sobre su único pie.
Descansaba unos segundos sobre las barras de metal, para luego retomar la faena. Este hombre gentil, que parecía un típico oso, me compartió su historia: como pintor de automóviles, estaba concentrado en su oficio a la orilla de una transitada carretera, cuando un vehículo que perdió el control, lo embistió, arrastrándole varios metros, y destrozándole completamente su pierna izquierda. Esto sucedió a inicios de diciembre del año anterior.
Desde luego, el relato no podía ser más conmovedor. Sin embargo, el hombre me refirió que la fisioterapia le daba mucha esperanza, y que para él, la vida no había terminado; al contrario, que sólo Dios conocía el porqué de lo ocurrido; y que, seguramente, todavía le faltaba mucho por hacer.
Prosiguió diciéndome que conocía al conductor irresponsable, y que lo veía pasar con frecuencia, frente a su taller, pero que su corazón no guardaba ningún rencor. Su testimonio terminó aquí. No quise preguntarle detalles, por respeto, y porque el mensaje era clarísimo.
El célebre escritor irlandés Oscar Wilde, víctima de la más terrible humillación por parte de la sociedad victoriana de su tiempo, escribió en la infernal prisión de Reading, una epístola desgarradora: “In Carcere et Vinculis” (más conocida como “De Profundis”), una auténtica radiografía del corazón humano. De ella citamos este revelador fragmento: “…llegar a ser un hombre más profundo es el privilegio de quienes han sufrido”.
Como en las sabias sentencias, la verdad se vuelve diáfana: “el dolor purifica”. Nos purifica si somos dóciles a él, si desistimos del estéril combate con aquello “que no podemos cambiar”, si encontramos después de la tenebrosa tormenta personal, el claro llano de la luz, a cuyo imperio todo reverdece y se alza en multicolor vuelo.
Misteriosa puede parecernos la vida misma, en sus aparentes episodios de amargura, pero al final es siempre el amor salvífico, lo que acaba prevaleciendo, para aquellos afortunados que a él se abandonan.
Wilde lo reafirma en esta otra cita de su larga carta: “Pero el amor no trafica en mercados, ni emplea la balanza del verdulero. Su goce, como el goce del intelecto, es sentirse vivo”.
Sólo el amor fue capaz de dictar estos versos del poeta Edgar Alfaro Chaverri, cuando se desintoxicaba en un sanatorio del alma: “¡Señor!/Qué así como lavo este inodoro/laves tú mi corazón…/”. Esa es la gran esperanza que vuelve pasajero el sufrimiento, y que nos prepara para otros prometedores caminos.