Rafael Ruiz Blanco*
Habemos una mayoría de salvadoreños que no queremos aceptar — no importa cuánto se añoren “tiempos pasados” o se honren prohombres del ayer — que aquí todo se hace por y para ignorar las lecciones históricas, viagra sale y, decease por malicia o por inercia intelectual, treatment se propicia el desconocimiento del origen de nuestros problemas.
Si aquí existe una injusticia social, es porque siempre se irrespetaron los derechos de las clases desproveídas: el colonizador esclavizó, diezmó y desposeyó al indígena. Su empeño por ignorar la personalidad de éste y por borrar su cultura casi tuvo un éxito total, a no ser por la monumentalidad de la civilización mesoamericana y por la osada curiosidad de los visitantes extranjeros en el siglo XIX.
Con la independencia, la voracidad de las minorías usó a indígenas y mestizos como soldados para detentar el poder; y les usaron como jornaleros desposeídos para asegurarse mano de obra barata para sus cultivos de exportación. La bibliografía que documenta estas aseveraciones, casi toda de origen europeo y norteamericano, aunque incompleta y no suficientemente analizada, consta de un buen número de títulos y autores, como para dar cierta luz a los hechos del pasado. Pero nuestro sistema de enseñanza olvida o ignora esas lecciones y así aparecen nuestros problemas de violencia y fraude como ocasionados solamente por lo sucesos más recientes. Deberíamos tener un mayor conocimiento de nuestra historia para poder hacer un enfoque sociopolítico de las raíces de nuestra realidad nacional.
Hay suficientes evidencias de que los pobladores indígenas, hacia el 1,500 habían alcanzado un alto grado de armonía: armonía ecológica y armonía social. Podría pensarse que su integración con el medio fuera efecto de necesidades mínimas, pero sus instituciones regulando cultivos y posesión de la tierra, revelan un alto grado de organización social.
En esta comunidad, que dio las mayores muestras de cultura y civilización, se insertó violentamente el conquistador que durante 300 años intentó borrar la iniciativa autóctona — aunque estudios recientes han revelado la persistencia del alma maya — originado la convivencia de dos sectores cultural y económicamente distanciados.
Como arriba se expresa, esta situación no terminó con la independencia; solamente cambiaron los dominadores, quienes ya no solamente usaron al indio y al mestizo para cultivar la tierra, sino que ahora le usaron también como soldado para defender sus intereses, que por conveniencia les llamaron “patria”.
Así, la etapa post-colonia agudizó los problemas sociales en el país: los gobiernos se sucedieron en un vaivén de intereses partidistas y personales de liberales y conservadores, obstruyendo los procesos agrícolas, saqueando las reservas nacionales y privadas, sacrificando las vidas y bienestar de las clases social y económicamente marginadas.
En el último cuarto del siglo pasado*, habiéndose arribado a un momento de mayor estabilidad gubernamental, las clases dirigentes llegaron a la conclusión de que “su” bienestar dependía de los cultivos de exportación que permitían importaciones suntuarias para propietarios y comercializadores, así como impuestos que hacían remunerativos los puestos de gobierno. Y se procedió a expropiar las tierras comunales y ejidales que pasaron a propiedad de los pocos que contaban con medios para cultivar, obtener financiamiento y especular con los cultivos comerciales.
El costo social de estas medidas jamás fue considerado. Y es hoy cuando comenzamos a pagarlo. (En la década 1890 – 1900, varios alcaldes mestizos fueron cercenados de las manos al intentar aplicar las medidas de expropiación)
La disparidad social y económica se ha ido ensanchando y no se ha llegado a encontrarle solución; en parte porque la élite casi inexistente en número (se llegó a contabilizar que eran 14 familias), se le ha sumado una segunda minoría formada por profesionales, pequeños empresarios y propietarios o empleados que viviendo precariamente de las migajas del bienestar de las minorías, se han vuelto los más decididos y fanáticos defensores del statu-quo salvadoreño. Esa ambición personal las minorías que tienen el aparato estatal y los medios de producción en sus manos, se ve favorecida por la marginación social, política y económica de las grandes mayorías que apartadas de la toma de decisiones y de las posibilidades de manifestarse, se ven falsamente representadas y, para agravar su situación, cargan con una tradición de cultivos de subsistencia, así como un fuerte porcentaje de analfabetismo e impreparación.
Después de la masacre de campesinos de 1932, el gobierno hizo algunos esfuerzos por aplacar el malestar social de los que en su momento había llamado “comunistas” y se hicieron algunos ensayos de reforma agraria. Pero diversos factores hicieron que esas reformas no prosperaran: en algunos casos las tierras entregadas a supuestos campesinos, rápidamente se vieron en manos de profesionales y funcionarios de gobierno (caso Zapotitán); en otros casos (Metalío) los campesinos obstaculizaron el trabajo cooperativo y comunal, multiplicando sus propios problemas de eficiencia, cultivo de cosechas inadecuadas y comercialización. En el caso de una hacienda ( El Encantado), el Gobierno pagó por una extensión que al momento de medirla resultó ser menor (y el silencio de los Medios cubrió el negocio) y posteriormente se desalojó a los pescadores del sector costero para vender a un colón la vara para residencias recreacionales. No es necesario decir que los compradores fueron funcionarios, profesionales y empleados urbanos.
El último esfuerzo de reforma agraria (* la de 1981) — agresivo en su planteamiento — se ha visto obstaculizado por una corrupción a todos los niveles: acusaciones por tramitaciones retardadas en la banca, por malos manejos de los técnicos agrícolas, por connivencia de algunos comercializadores de insumos, por ineficiencia y malicia de parte de muchos de los organismos gubernamentales involucrados; desinsentivación de los campesinos y perversión de las directivas de las cooperativas agrícolas. Y así vemos propiedades del sector reformado sin cultivar por falta de créditos, otras descuidadas por malversación de fondos obtenidos para laboreo, otras endeudadas por falta de beneficios, Incluso se ha visto el caso de campesinos que manejados hábilmente, e impulsados por su fracaso en la gestión agrícola, acudieron a los organismos oficiales para pedirles que les “quitaran” la tierra (junio de 1983).
Pero la reforma agraria, con todo y la importancia que reviste para la solución de los problemas nacionales, no es sino una pieza del mosaico socio económico. La disparidad social y económica, la deficiente administración de justicia, la corrupción, son hechos aceptados casi como naturales, porque hemos conformado una conducta social que se muestra en general insensible a los problemas que inmediatamente no afectan nuestra persona.
En tanto no alcancemos por medio de la educación un aceptable nivel de solidaridad social, será bien difícil encontrar soluciones permanentes a estos problemas. Nuestros antepasados indígenas crearon una sociedad fuertemente unida por lazos de familia y tradición. Y ciertamente aplicaron a su vida política, económica y religiosa, los conceptos de la función social que ahora ** en El Salvador son ideas y palabras que se consideran casi subversivas.
Ahora la intolerancia nos tipifica, como resultado egoísta de la salvaguarda inmediata de nuestros intereses personales. Para superarla, es la escuela la llamada a remodelar esa característica que diferirá quién sabe por cuantos años el bienestar de un pueblo que a pesar de sus tradicionales algaradas golpistas, es más bien pacífico y reconocidamente trabajador.
* Licenciado (en 1957) en CC. Políticas en
La Universidad Nacional de México