Luis Armando González
La dinámica y cambios en la universidad –y por ende, pilule en la educación superior—es objeto de preocupación y reflexión a nivel mundial. En nuestro país, troche el polémico tema del mercantilismo educativo y su impacto en la educación superior ha sido abordado no de manera amplia y sistemática, site pero sí con espíritu crítico. De hecho, cuando el asunto se tocó por primera vez no dejó de sonar a una herejía, pues se daba por hecho que el estilo de educación superior de la postguerra era el mejor que podíamos tener.
Se trata de un modelo empresarial, que ve al profesor (llamado “facilitador”) como un empleado sometido a controles administrativos rígidos y con salarios bajos (sobre todo, si es un docente “hora clase”), y a los estudiantes como clientes que deben pagar por todo (por los “servicios educativos”), sin que eso suponga una mayor calidad en la educación que reciben.
El cultivo del saber, la reflexión, el análisis y la generación de conocimiento por la vía de la investigación prácticamente desaparecen del quehacer universitario, centrado en matrículas masivas, la permanencia de los alumnos (clientes) en la institución el mayor tiempo posible, la multiplicación de “grupos” (no asignaturas o materias) y el trabajo docente maquilizado.
Las carreras y profesiones no rentables dejan de ser importantes; y se promueven aquellas que a juicio de los administradores de las empresas universitarias son las demandadas por el mercado laboral real o virtual, o aquellas que pueden ser atractivas para las clientelas estudiantiles y sus familias.
Las humanidades y las ciencias sociales –y los profesionales que las cultivan— dejan de ser relevantes, con lo que se causa un daño imponderable en la calidad de la educación y de manera más amplia en la cultura, en el humanismo y en la ética.
En nuestro país, en los años noventa, se gestó una lógica mercantilista perniciosa como la descrita, y de la cual no será fácil salir. Es imperioso hacerlo, eso sí, pues muchas cosas están en juego en la educación superior y su impacto en la sociedad.
Pero lo que se ha dicho no es exclusivo de nuestro país. Es un asunto que se debate también en Europa, tal como lo ponen de manifiesto Zygmunt Baumann y Leonidas Donskis en el libro Ceguera moral. La pérdida de sensibilidad en la modernidad líquida (Paidós, México, 2015), en el cual dedican un capítulo precisamente al tema de la universidad. El capítulo se titula: “Arrasar la universidad: el nuevo sentido del sinsentido y la pérdida de criterios”.
Y los autores formulan de esta manera su planteamiento inicial:
“La cuestión relativa a si la universidad sobrevivirá al siglo XXI como una institución clásica reconocible de educación y erudición ya no parece ni ingenua ni incorrectamente formulada… observando lo que sucede hoy en Europa y especialmente en Gran Bretaña está más que justificado sopesar las estrategias intelectuales para el futuro. ¿Qué hacemos? ¿Mirar cómo las universidades mueren lentamente o crear algunas alternativas que durarán más que los pocos mandatos que los políticos pasan en el Parlamento o el Gobierno?” (p. 170).
La transformación, que pone en vilo la sobrevivencia de la universidad tal como ésta se configuró históricamente, inició con el gobierno de Margaret Thatcher que desmanteló –apuntan los autores— el viejo sistema académico británico. Es extraña, anotan, “la importación de este proceso a Europa. Durante muchos años el sistema académico finés (…) era muy envidiado por colegas de otros sistemas académicos europeos. Hoy todo ha cambiado, y Finlandia ha incorporado un híbrido de los modelos estadounidense y británico, cuya idea general es la misma: consigue el dinero por ti mismo, sin ayuda del Estado o incluso de la universidad” (p. 170).
Y más adelante, añaden:
“Imitando a las universidades privadas y a las escuelas de administración de las empresas estadounidenses en particular, los burócratas y los políticos de Gran Bretaña y de la Europa continental han adoptado una jerga empresarial que recuerda a la neolengua de orwelliana para la gestión universitaria modelaba según el patrón de una corporación empresarial; y los más triste de todo, con ello respaldan la lógica de los resultados y logros rápidos” (p. 171).
El impacto nocivo que esto tiene es evidente:
“En esencia, una universidad, que se supone sigue una lógica de pensamiento deliberado (fielmente observado durante siglos), creatividad pausada y existencia equilibrada, hoy en día se ve obligada a transformarse en una organización que reacciona rápidamente a las fluctuaciones del marcado así como a los cambios en la opinión pública y el entorno político.
Es el precio que pagamos por una educación superior de las masas en una democracia de las masas y una sociedad de masas” (p. 171).
Se ha trasplantado la lógica mercantil a la lógica del conocimiento y la cultura. El sinsentido no puede ser más palmario:
“Tal vez la lógica de consumo rápido y la reacción instantánea permitió la formación de criterios de eficacia en las fábricas, los talleres, las empresas y los almacenes de la era industrial, pero transferidas a las universidades y los institutos de investigación de la era postindustrial de la información, esta lógica es grotesca y absurda.
Es posible alcanzar resultados rápidos en sistemas sencillos o trabajar en la educación popular, pero la investigación realmente importante, los proyectos fundacionales y las humanidades y las ciencias sociales, que cambian el mundo de las ideas no pueden –a diferencia de las aplicaciones de la tecnología y la cultura popular— desarrollarse rápidamente y entregarse al consumo rápido, sencillamente porque su preocupación básica tiene que ver con escuelas de pensamiento y con procesos autocorrectores que no pueden consumirse en unos días” (p.171).
En fin, el cultivo del conocimiento, natural y humano-social, no es algo que debe someterse a la lógica mercantil-empresarial, porque esta lo termina aniquilando. Lo mismo que la investigación científica en sus distintas concreciones. Aquí, la ruta más corta es una trampa.
En educación superior –si se la toma como lo que debe ser—no hay manera de evitar el camino de la complejidad y la problematzación. No hay forma de quemar etapas, y poner la carreta delante de los bueyes termina por ser una costosa ficción.