Álvaro Darío Lara
Para Herberth
“Almustafá, el elegido y el bienamado, que era una aurora en sus días, había esperado doce años en la ciudad de Orfalís el barco que volvería y lo llevaría de regreso a la isla que lo vio nacer”.
Así comienza “El profeta” una de las obras espirituales y místicas que rápidamente adquirieron una gran popularidad en Occidente, gracias a su liviana factura literaria, a su profundidad humana, y a su aleccionadora moralidad.
Rodeado de una multitud que le había acogido y admirado en una tierra que no era la suya, Almustafá responde al ruego de esos hombres y mujeres, que solicitan ante su inminente adiós, sus perlas más valiosas de sabiduría. De esta manea el profeta comienza a discurrir en veintisiete estaciones sus sentencias sobre muy diversos temas de la condición humana.
Interrogado sobre la amistad por un joven, Almustafá expresa: “Vuestro amigo es vuestra necesidad satisfecha. Es vuestro campo, que sembráis con amor y cosecháis con gratitud. Y es vuestro amigo, vuestra mesa y vuestro hogar. Porque acudís a él con vuestra hambre, y lo buscáis para tener paz”.
Y acerca del amor, exclama: “El amor no da más que de sí mismo, y no toma sino de sí mismo. El amor no posee nada, ni deja que se le posea. Porque el amor se basta a sí mismo”.
Cuando la vidente Almitra le solicita hablar sobre la muerte, el viajero sin retorno dirá: “Debierais conocer el secreto de la muerte. Pero, ¿cómo, a menos que lo busquéis en el corazón de la vida? El búho, cuyos ojos están adaptados a la noche, es ciego de día, y no puede revelar el misterio de la luz. Si de veras queréis contemplar el espíritu de la muerte, abrid bien vuestro corazón al cuerpo de la vida. Porque la vida y la muerte son una misma cosa, así como el río y el mar son una misma cosa”.
El autor de esta obra que hemos comentado y citado es el poeta, artista y místico libanés, Khalil Gibrán, quien desde 1917 hasta 1931 (fecha de su transición al Oriente Eterno) vivió en la ciudad de Nueva York, en un modesto apartamento, situado en el cuarto piso de un edificio. Murió tuberculoso, como había muerto su madre y hermanos, en un tramo difícil de su agitada vida de exiliado, por las crisis económicas y la intolerante dominación política y religiosa, de su país de origen.
Khalil Gibrán nació en 1883, en la aldea de Bisarri, al norte de la legendaria Beirut. Desde niño padeció graves limitaciones que obligaron a su madre a partir rumbo a los Estados Unidos, en la búsqueda de mejores oportunidades. Sin embargo, pese a una existencia de viajes constantes (Khalil regresó años después a su tierra, siendo todavía adolescente, y tuvo que ir nuevamente a Norteamérica tras la tragedia familiar) entre Oriente Medio, América y Europa, la brújula que marcaría su vida, se mantuvo siempre apuntando en la certera dirección de su vocación: él sería poeta y pintor exteriormente, pero fundamentalmente, místico. De ahí partiría ese torrente indetenible de su energía: una abisal espiritualidad.
Entre sus obras, más conocidas, se destacan: “Espíritus rebeldes” (1903), “Alas rotas” (1912), “El loco” (1918) y por supuesto “El profeta” (una de las más emblemáticas). Sobre esta última, el prologuista, Roberto Oropeza Martínez, nos dice: “¿Quién no ha levantado del camino una verdad para identificarla con su mundo interno? ¿Quién no ha tropezado de pronto con una máxima, con un principio moral que le maravilla por la semejanza que guarda con lo que se pensaba de pertenencia exclusiva? Y es que nunca acabaremos de entender que el hombre debe ir de la mano con su semejante”.
El legado literario, artístico y humano de Khalil Gibrán, se alza como un sólido puente entre Oriente y Occidente, demostrándonos que es en el ámbito ineludible de la cultura, donde todos nos reconocemos, sin distingos de ninguna naturaleza.
Su dedicación al estudio del arte de América y Europa, y su amor incondicional por la gran tradición árabe, lo sitúan no sólo como un referente indiscutible de las humanidades contemporáneas, sino, además, como un promotor de la paz y de la concordia mundial.
De su volumen “El loco”, encontramos un diamante precioso, que refulge, y que lo traduce magníficamente (El astrónomo): “A la sombra del templo, mi amigo y yo vimos a un ciego solitario que estaba allí sentado. Mi amigo dijo: ´Contempla al hombre más sabio de nuestra tierra´. Entonces me aparté de mi amigo y me acerqué al hombre ciego y lo saludé. Y conversamos. Instantes más tarde, dije: ´Disculpa mi pregunta, mas ¿desde cuándo eres ciego? ´ ´Desde mi nacimiento´-respondió. Dije yo: ´Y ¿cuál camino de sabiduría sigues tú? ´ Dijo él: ´Soy astrónomo´. Luego apoyó sus manos sobre su pecho y agregó: ´Yo contemplo todos estos soles y lunas y estrellas´”.
Nos dejan atónitos las estrellas, en esas noches, donde iluminan nuestros indescifrables destinos. Pero, a pesar que venimos y vamos, tarde o temprano, a su encuentro, existen otros astros y estrellas –como señala el genial astrónomo del cuento- que se constituyen en nuestros más definitivos guías. Vayamos a su encuentro, seguro, nos llevarán a la más ansiada paz de nuestros corazones.