Así lo afirmó el papa Francisco durante la audiencia que concedió el pasado lunes a los peregrinos salvadoreños que llegaron a Roma a presenciar la santificación del obispo mártir Oscar Arnulfo Romero.
Seguramente el Papa se sorprendió de la cantidad y calidad de pueblo, entre ellos, de extracción humilde, que llegaron hasta Roma para presenciar la oficialización de su santo, San Romero de América.
Y es que Monseñor Romero fue declarado santo por el pueblo, el pueblo que él defendió de la opresión política y oligárquica.
Ese pueblo que Monseñor Romero consoló desde la primera masacre cometida por la dictadura militar el 22 de junio de 1975, en el cantón Tres Calles, de San Agustín, departamento de Usulután, siendo obispo de la diócesis de Santiago de María.
Ese pueblo al que día a día alentó Monseñor Romero, en sus oraciones o durante los entierros de las víctimas, lo proclamó santo el día en que el obispo fue asesinado de un balazo mientras oficiaba una misa en la capilla del hospitalito Divina Providencia.
Los asesinos, tanto materiales como financistas, se rasgaban las vestiduras, y se enfureció cuando el pueblo proclamó santo a Romero, criticaban la supuesta “politización” de Romero.
Por supuesto, no había tal politización, lo que la oligarquía y el régimen asesino quería era matar también la memoria de Monseñor Romero, pero el pueblo no se dejó atemorizar por los asesinos, y desde la clandestinidad o durante las marchas populares, la imagen de San Romero de América recorría los hogares católicos y las calles durante las protestas.
Fue el pueblo salvadoreño, y luego el latinoamericano, el que proclamó santo a Monseñor Romero, antes que lo hiciera la Iglesia, pues, un sector de ella, acosada por el sector de la oligarquía salvadoreña, presionaba para que Monseñor no llegara a los altares.
Hoy, el papa Francisco nos explica porqué Monseñor fue santo, antes que así lo declarara el Vaticano: “…el Pueblo de Dios sabe olfatear bien dónde hay santidad”.