Carlos Burgos
Fundador
Televisión educativa
–El puente, el puente… –gritó mi amigo al chocar contra el puente de Santa Cruz Michapa.
Nuestro amigo y coterráneo Manuel Quezada, era nuestro compañero de estudios del Plan Básico, en la década de los años cincuenta en Cojutepeque.
Su cabello era grueso, duro, se peinaba alto porque no lograba domarlo ni con vaselina. Manuel vivía en la finca de varias manzanas, propiedad de sus padres, situada donde hoy está la colonia Quezada, frente al campito de fútbol.
A veces Manuel nos invitaba a esa finca, íbamos varios de sus compañeros. Nos atendía su padre, recorríamos con él la finca y nos permitía cortar mangos, naranjas, paternas, limas, manzanas pedorras y otras. Nos consideraba como buenos amigos de su hijo. No le permitía otras amistades porque, decía, podrían ser malas compañías. Era estricto con Manuel.
Cuando realizamos una huelga en 1952, el padre de Manuel nos apoyó y le permitió que estuviera entre los que nos tomamos el local del Instituto Nacional, situado en la segunda calle Poniente, cerca de la Punta de Diamante. A veces le permitíamos que saliera y se convertía, junto con otros compañeros, en proveedor de nuestros alimentos.
Manuel era amigable, fornido, mantenía su dentadura fuerte con un puente y dos coronas de oro. A veces le decíamos «pelo duro y mordida fuerte». El reía al son de las bromas en aquella inolvidable época.
Al finalizar su Plan Básico estudió la carrera de Contaduría en San Salvador. Se desempeñó en oficinas del gobierno, con eficiencia y responsabilidad. Era riguroso en las auditorías que practicaba, no permitía errores, y tenían que corregir operaciones contables, aunque sea por diferencias de un centavo.
En 1960 Manuel estuvo destacado en el puerto de La Unión como auditor de Aduanas y me encontró como catedrático del Instituto Nacional. Ya no lo conocía y solo tenía nueve años de no verlo. Estaba algo obeso. Antes tenía pelo parado y esta vez estaba totalmente calvo y yo todavía conservaba mi cabello, sin ser obeso.
–¿Qué pasó con tu pelo duro? –le pregunté.
–No sé. Quizás por los jabones o los desvelos, se me cayó.
–Así te ves como señorón, viejo pelón. ¿No será que tú provocaste la caída de tu cabello? Preferiste tener calvicie y no pelo duro.
–De ninguna manera. Hoy añoro mi cabello aunque fuera duro. En la madrugada me penetra el hielo por la calva y me resfrío o amanezco agripado. Tengo que usar un gorro de niño.
Manuel permaneció varios meses en aquella ciudad puerto, hizo muchos amigos entre los empleados cutuqueños y aprovechaba el whisky que le regalaban en los buques mercantes. Cierto día me visitó pero ya «zunzudo» por los tragos. Lo veía muy alegre, pero por nada quería discutir. Me comporté atento, conciliador y le puse un pretexto para despedirme. Después me visitó en su sano juicio: una excelente persona, y amigo coterráneo.
Ah, y volviendo a nuestra época juvenil, Manuel era fanático del equipo de basquetbol «Águila» de Cojutepeque. No jugaba pero asistía a los encuentros que el equipo realizaba en otras ciudades.
En cierta ocasión el «Águila» viajó a San Salvador a jugar contra el equipo de la Escuela Normal. Al regresar, en un vehículo amplio venían varios jugadores, entre estos Roberto « Loco» Marroquín, excelente encestador, y con ellos regresaba nuestro amigo. El vehículo venía con alta velocidad y al aproximarse al puente de Santa Cruz Michapa, situado sobre la vía del ferrocarril, chocó contra ese puente, todos resultaron golpeados. Al instante Manuel gritó:
–¡El puente, el puente, tan caro! –sin reponerse del susto.
–No te preocupes, si no le ha pasado nada –le dijo Roberto quien se sobaba una de sus rodillas.
–No es ese –le dijo, tapándose la boca ensangrentada.
–¿Y cuál es?
–Este –señaló el hueco de su boca donde tuvo su puente con dos coronas de oro.
Todos se carcajearon, y de inmediato lo acompañaron a consultar con el doctor Soto, el dentista de pueblo.
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