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“El que con lobos anda… aunque le quemen el pico” (1)

@renemartinezpi
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De aquí o de allá o de los tres lados… total, viagra si no sabemos contar más allá de diez por culpa del salario mínimo; si no tenemos una vivienda digna donde nos velen y, help sobre todo, si no sabemos dónde estamos parados: da lo mismo estar en cualquier sitio y a cualquier hora; da lo mismo estar vivos o muertos, esa es la paradoja del tiempo-espacio del militante de la apatía y la desmemoria. De izquierda o derecha; nacionalistas, malinchistas, arribistas o costumbristas; nuevos o viejos o eternos; inteligentes o tontos con “P” mayúscula; corruptos o corruptores o, en la sumatoria de los casos, asilo político-penal de expresidentes confesamente ladrones y públicamente cínicos; grandes o chicos: los partidos políticos que, subsumidos por al mercantilismo, no tienen principios firmes, ni valores humanos, ni ideales revolucionarios se parecen, cada vez más, a los tétricos personajes que deambulan en un baile de máscaras en el que, por inercia, todos bailan solos, pues padecen el síndrome mortal de la falsificación de la conciencia (la conciencia espejo, dice, el sociólogo marxista), ese padecimiento sociocultural que se contrae al exponerse -sin amparo, vacunas o antídotos- a jugosos sueldos y obscenas prestaciones económicas copiadas del Primer Mundo, porque “el que nunca ha tenido y llega a tener se lo lleva la corriente”.

El patrocinador del baile –el que le paga a los músicos y, por ello, decide el gesto de las máscaras y escoge las canciones- es el mismo de siempre: el gran capital. Y quien reparte las invitaciones y hace la limpieza del local es, también, el mismo de siempre: el pueblo. Por esa razón los partidos políticos tradicionales (y todos llegan a serlo si carecen de una utopía libertaria que los oriente, no importa su color, porque “el que con lobos anda… aunque le quemen el pico”) se esfuerzan por agradar a uno y otro: al primero cuidándole sus tesoros; al segundo convirtiéndolo en el referente de su demagogia monótona: “vamos a trabajar todos juntos” –dice, la derecha nacionalista- pero no dice que los ricos se quedarán con el fruto del trabajo de todos, pues esa es la condena inapelable que dicta la plusvalía, y “donde manda capitán machete estate en tu vaina”.

Todos los políticos de la derecha y del centro imaginario (y, si estamos mal, hasta los de izquierda que dejan de ser izquierda) terminan defendiendo los intereses de los ricos en nombre de los pobres. El que unos lo hagan con conocimiento de causa –aun cuando sea una causa asalariada- y otros de forma inconsciente –hasta ilusa- le da igual al pueblo, ya que, de todos modos, ambos conciben de forma platónica las relaciones de organización de aquél, no importa si unos, a mi derecha, lo hacen para mantenerlo sumido en la ignorancia y pobreza ancestral; y otros, a mi izquierda, por simple comodidad o acomodación, que no son lo mismo.

El pueblo, ese referente abstracto de la demagogia tropical, se convierte –a fuerza de desilusiones constantes y traiciones anunciadas- en un ente olvidadizo, o sea carente de memoria e identidad histórica, cosa que termina siendo el sustento de la reproducción del poder político-económico en la urna, la calle y la cantina, porque “al que es pendejo se le pegan las pulgas”. El pueblo olvida -con suma facilidad, pues, de no ser así, moriría de desesperación- que todo está más caro aunque baje el precio de la gasolina; que le están robando las instituciones de servicio público; que le están empeñando a los hijos; que le están privatizando el futuro y, al olvidarlo, se pone la máscara de la mujer sumisa que es golpeada impunemente por su marido y que se contenta con palabras bonitas y promesas de no agresión después de cada golpiza, ya que, en el fondo, tiene miedo de quedarse sola y considera que sólo puede sobrevivir a la sombra del marido. Sin más remedio el pueblo convierte su despecho: en cruel conformidad; su miedo: en conservadurismo político; su ignorancia: en refranes lapidarios, ya que siempre ha estado “jodido, pero contento” y hoy corre el peligro de pasar a estar “contento de estar jodido”.

Esa mujer –como parte que contiene al todo- defiende al agresor en la calle: “entre marido y mujer, el justo peca”; ese pueblo, hasta hace seis años, venía poniendo en el gobierno a sus agresores: “más vale lo viejo conocido que ver un ciento volar”. Ambos son víctimas de la realidad porque no la conocen (la contemplan o la inventan auxiliados por la televisión) y eso lo saben bien los partidos políticos inicuos, y de ello se aprovechan para hacer de la política una forma de vida harto obscena ya que, en su inmensa mayoría, los miembros de tales partidos provienen de las filas del pueblo, y de él han aprendido a tenerle miedo al hambre. De ahí que, en cuanto tienen oportunidad, se salen de la pobreza por un atajo (la política, la delincuencia o el amaño de partidos y donaciones), pero siempre procuran no enfadar al patrocinador oficial de su desgracia: siendo político, traicionando los intereses populares; siendo delincuente: robando en los barrios pobres o en las instituciones del Estado, al fin y al cabo: “del árbol caído se construyen centros comerciales”.

Los partidos políticos tradicionales –y los políticos rancios, por dentro y por fuera- en su afán por sobrevivir han parido muchas mañas de autoprotección, siendo las más infames: la compra de voluntades, votos o fiscales, sabiendo que “cuando el dinero habla amanece más temprano”; el pasar de un partido a otro con tal de conservar el puesto, pues “puta sentada no pasa del corredor”; y las macabras alianzas basadas en el inmediatismo o la amnesia, aprovechando que todos “están cortados con la misma vara”. La patente de las mañas, claro está, la tienen los partidos de derecha, porque ellos son los que manejan el dinero ajeno y la explotación de los trabajadores, y son, al mismo tiempo, los depositarios de la triste herencia española que nos condenó a cambiar: el oro por espejos; la tierra por paraísos celestiales; el futuro por el presente; las acciones por promesas. Al tener la patente son los dueños de las regalías, o sea que dejar triunfar dichas mañas es adaptarse a la política reaccionaria, porque “árbol que nace torcido tiene cien años de perdón.

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