Carlos Burgos
Fundador
Televisión educativa
Qué agradable pegazón con Rina, sovaldi mi soñada Rinita. Caminábamos manitas sudadas todos los días rumbo al parque. Éramos felices.
–Ojalá – me dijo un día – nuestra dicha sea eterna.
–Eso deseo – le respondí, viagra mientras nos abrazábamos con emoción.
Parecen felices, me dijo Jorge, mi amigo, pero las mujeres son impredecibles, el rato menos pensado te dan el palo y calabaza.
Cabal, dicho y hecho. Una tarde cuando la esperaba en una esquina, una compañera me saludó con beso de mejilla y un emotivo abrazo de larga duración al mismo tiempo que Rinita se nos acercaba. De inmediato dio la vuelta y regresó. Corrí tras ella pero a prisa entró a su casa y cerró de golpe la puerta. ¡Qué desastre! Se derrumbó mi ilusión.
Jorge, al enterarse de mi fracaso, me abordó: te lo dije, chico, esa niña es caprichosa y no te conviene. La perdiste pero ganaste tu libertad, ya te estabas petrificando con ella.
–La reconquistaré – le aclaré – en tres días la tendré en mis brazos.
Estos días serían larguísimos porque mi adicción a ella me tenía cautivo, y hoy debe estar echando chispas por su enojo, comenzaré mañana.
Miércoles. Llegué a su casa a las seis de la tarde, su madre me informó que no se encontraba. Supuse que se ausentó para no verme. Es seguro que mañana también no estará en casa durante el día, mejor llegaré a las once de la noche.
Cuando venía de regreso, Jorge me encontró y comenzó a bailar y cantar:
«El que pierde una mujer
no sabe lo que gana
pues si se nos va un querer
otro vendrá mañana.
Dale amor a una mujer
y verás cómo te paga
o te engaña o te empalaga
o se busca otro querer…».
Tuve que reír por su gracejada.
Jueves. Pedí a Jorge que me acompañara para llevar serenata a Rinita, aunque me tildó de necio aceptó ir a curiosear, pero antes bebimos dos cervezas y conseguí un trío musical. Nos paramos en la acera, frente a los barrotes de su ventana y trinaron las guitarras. Me atreví a cantar: «Si nos dejan, nos vamos a querer toda la vida, si nos dejan, nos vamos a vivir a un mundo nuevo…». Y otra y otra.
Su madre abrió los vidrios y en voz alta me dijo: ella no va a salir, está llorando, ¿qué le ha hecho? Váyanse, no nos desvelen, mañana tengo que trabajar.
–Solo una más – le dijo Jorge, y habló en secreto con los miembros del trío, y arrancó: «El que pierde una mujer… ».
Me tapé los oídos, con esto no me estaba ayudando y Rinita se enojaría aún más.
Viernes. Si hoy no acepta la reconciliación me olvidaré de ella aunque me duela el alma. A las seis de la tarde me detuve a cincuenta metros de su casa y me ubiqué en un recodo, atento a su llegada. Vestí ropa que ella no conocía: pantalón y camisa de color negro, gorra azul marino y lentes oscuros. Cerca de las siete venía, con su silueta de princesa, modelo de pasarela, más me despertaba el deseo de amasarla suavemente.
Se paró frente a la puerta de su casa y mientras sacaba la llave de su cartera me aproximé y al llegar: ¡Rinita mía! Quise besarla pero giró su rostro y logré besar su cuello: te amo, Rinita mía, si me rechazas me pondré en huelga de hambre hasta morir, aquí mismo. Y me desplomé, caí cuan largo soy sobre la acera de su casa. Ella se sorprendió, y pronto se agachó para decirme algo pero al instante la halé sobre mi cuerpo y musité a su oído: no me dejes morir, dame vida, y nos fundimos en un beso inédito.
Y le canté: El que gana una mujer/ no sabe lo que gana/ pues si pronto se nos va/ iremos a buscarla. Reímos y volvió nuestra felicidad.