Teresa Forcades Montserrat,
Cataluña, España
Tomado de Agenda Latinoamericana
Cambiar los límites del ser humano a nivel visual, a nivel locomotor, a nivel intelectivo, incluso cognitivo, no es ninguna novedad; la novedad es hablar de ‘cambiar la condición o naturaleza humana’. El humano es mortal. Decimos ‘los mortales’ para hablar de ‘los humanos’.
Se trata de ser trans- o post-humanos, ¿o de ser simplemente humanos, auténticamente humanos? Según el axioma patrístico, Dios se ha hecho ser humano, para que el ser humano se haga dios. Se podría pensar que ya eran transhumanos, o posthumanos, en el siglo I, ya que deseaban ir más allá de lo humano a fin de realizarse en lo divino. Sin embargo, hacerse dios no se concebía como la negación de lo humano, sino como su realización. Hasta ahora, que han aparecido estas palabras del trans- y el post-, y este movimiento –o movimientos–, parecía que lo humano se trataba de serlo, no de trascenderlo.
Existe un gran salto cualitativo si comparamos la sustitución de algunas de las funciones mecánicas del cuerpo, por ejemplo, colocando una prótesis de rodilla, con la implantación de un chip en el cerebro que permita el acceso a una memoria que ya no es la memoria natural que está ligada a la parte emocional de la persona. ¿Por qué recordamos algunas cosas y olvidamos otras? Esto tiene que ver con qué cosas a cada uno le resuenan o impactan en su mundo interior de una forma más intensa. Si nuestra capacidad de memoria se desliga de la vivencia emocional, ¿qué le ocurre a la integridad de la persona?
Una cosa son las bases de datos, y otra muy distinta es el conocimiento humano. El conocimiento humano es inseparable del cuerpo humano. Yo puedo tener datos en mi cabeza que puedo pasar a un ordenador, pero mi conocimiento humano en cuanto a tal está unido a una conciencia particular autoconsciente. No lo puedo pasar a una máquina, ni se me ocurre cómo eso pueda ser nunca posible, porque mi conocimiento humano es indisociable de mi parte emocional. El psicoanalista Jacques Lacan enfatiza que cada una de las palabras que hemos adquirido está unida a una determinada emoción, y que la interacción de estos aspectos emocionales asociados al lenguaje constituye lo que llamamos el inconsciente. Esta parte emocional es la que preserva la autoconciencia, y por eso, aunque puedan integrarse en una base de datos global los conocimientos de millones de personas, lo que así se genera no tiene nada de humano.
El filósofo francés Jean-Luc Nancy es uno de los autores que con más agudeza ha tratado el tema de los cambios de conciencia experimentados tras un trasplante de corazón. Parece que un trasplante de corazón es capaz de alterar eso tan íntimo e intangible que es la conciencia de sí de una persona. Hay investigadores que consideran que el corazón es un segundo cerebro, y hay otros que añaden el cerebro visceral, queriendo decir que tanto el corazón como los intestinos no solamente dan y reciben inputs del cerebro propiamente dicho, sino que procesan inputs, y por tanto, no solamente reciben órdenes sino que podríamos decir que toman decisiones. Si el corazón tiene sus conexiones neuronales propias y es capaz de integrar información y tomar decisiones que afectan la actuación de la persona, esto enfatiza la indisociabilidad de la persona con sus órganos, pero por otro lado muestra también su capacidad de influir en eso tan sutil que llamamos la propia consciencia. Porque resulta que los trasplantados de corazón experimentan cambios sorprendentes: desde una bailarina clásica a quien trasplantaron el corazón de un motorista fallecido de accidente que experimentó por primera vez en su vida el deseo de beber cerveza, hasta el filósofo Nancy que escribió sobre la alteración de la percepción de sí mismo que se experimenta tras la cirugía.
Con la implantación en el cerebro de un chip con funciones de ordenador, parece que se cruce la barrera que protege y separa la conciencia personal. Los móviles actuales, aunque no quepan en un chip cerebral, sino que se sostengan con la mano, ya tienen una intensa comunicación con su usuario, a veces de viva voz y no solamente respondiendo a las demandas del usuario, sino cada vez más interpelando al usuario con iniciativas propias (del móvil o del programa que lo controla quizás remotamente). La experiencia puede parecerse a la de los deportistas que reciben la voz del entrenador a través de un pequeño vibrador aplicado detrás de la oreja (un pinganillo): las palabras vibran dentro de tu cabeza, pero sabes muy bien que han venido ‘de fuera’. Los deportistas no tienen ninguna dificultad en distinguir ‘la voz externa’ de ‘la voz interna’. Será como buscar algo en internet, pero en lugar de activar la búsqueda con el dedo podrás activarla con la palabra -esto ya ocurre con algunas aplicaciones actuales de ordenador, o de móvil, que responden a las órdenes de voz-, o quién sabe si se podrá activar incluso con el pensamiento o con una orden mental. En cualquier caso, me parece que no hay nada que haga sospechar que la persona pueda confundir ‘su propia voz’ con cualquiera de las demás, aunque las voces ajenas resuenen dentro de su cabeza. Lo que ocurre con los jugadores de rugby (o algunos presentadores televisivos) es que la velocidad a la que reciben las órdenes a través del pinganillo es tal que la parte superior del cerebro (las áreas prefrontales deliberativas) no pueden procesarlas, de manera que se automatiza el proceso y las regiones superiores quedan libres. El jugador gira a la derecha porque recibe la orden, la ejecuta sin pensarla, pero sabe muy bien que lo está haciendo y, en el momento que le parezca oportuno, puede decidir ignorar la voz que le dirige. Su autoconsciencia se mantiene intacta. Lo decisivo es que por íntimo que sea el lugar desde donde se emiten las órdenes o las palabras externas, nunca las confundiré con mis propios pensamientos.
La respuesta ante el sufrimiento humano no puede ser técnica. Si el problema es técnico la solución puede ser técnica, mas si es un problema ético, la solución no puede ser técnica: debe ser ética. A esto nos tiene acostumbrados el capitalismo cuando aborda el tema de la pobreza con supuestas soluciones técnicas. Luego resulta –oh, sorpresa– que la riqueza que se crea no se distribuye, porque el problema de base no era la falta de recursos, sino la falta de voluntad redistributiva. Esto forma parte de una realidad que conocemos que se va repitiendo en la historia: se proyecta la posible solución a futuro con la promesa de una mejora técnica a fin de posponer el debate ético.
¿Qué lugar ocupa en nuestra cultura la noción de límite? Parece que el límite en sí mismo se considera indeseable; por tanto lo deseable es superarlo, sea cual sea el límite. El límite conceptuado como algo negativo resulta interesante, porque ya desde el platonismo clásico, lo que consideramos la parte más creativa, más potente de la persona, a saber, el alma o espíritu, se resiente ante los límites que le imponen el espacio y el tiempo. En cambio, en el cristianismo encontramos a un Dios que se encarna y es capaz de expresar la plenitud de su divinidad dentro de los límites del espacio y el tiempo. ¿Qué significa esto? ¿Significa que en los límites obvios de espacio y tiempo, cabe Dios? Esta es la gran sorpresa teológica que desconcierta a los cinco primeros siglos del cristianismo –y también después, pero sobretodo en esos primeros siglos en que aún el debate trinitario está por hacer–. ¿Cómo puede caber el ser superior supremo que está más allá del espacio tiempo, dentro del espacio y del tiempo? Jesús puede ser un avatar de Dios, una manifestación de Dios, pero de ninguna manera puede ser Dios plenamente. Pero esto es lo que afirmaron los cristianos: Felipe, tanto tiempo hace que estoy con vosotros y todavía no me conoces… Quien me ve a mí, ve al Padre. ¿Por qué me pides que os deje ver al Padre? (Jn 14,9). La afirmación del cristianismo es atrevida, sorprendente, inédita: nada de avatares, se trata de Dios plenamente, realmente. Nos está invitando a repensar el tema de los límites, no como algo que nos impide ser en plenitud, sino como aquello que nos permite serlo, en el sentido que desarrolla Kant, en la introducción de la “Crítica a la Razón Pura”, cuando reflexiona sobre la paloma y la resistencia del aire. La paloma, en su vuelo siente la resistencia del aire, y piensa para sí: sin aire volaría más rápido. Esto es lo que piensa la paloma; la realidad, sin embargo, es otra: sin aire la paloma se estrellaría.