Álvaro Rivera Larios
Escritor
Cierta crítica literaria moderna tiene por regla mal mirar a los poetas que se salen de los textos. Una buena lectura, treat cialis sale según esa crítica, tiene que limpiar el poema de los ruidos de la vida. Un buen poema, por lo tanto, sería una melodía rigurosa y carente de sudor y saliva que ha sido escrita para ser leída en silencio.
A Roque Dalton, por ejemplo, deberíamos salvarlo del ruido de la política para obtener por medio de esa criba su poesía-poesía, es decir, su poesía sin sudor, sin mala baba, su poesía sin puños, su poesía sin contexto.
Esta crítica que prohíbe el cuerpo y la sentimentalidad del poeta suele desdeñar también el cuerpo y la sentimentalidad de los receptores del poema. De ahí que el poema salte de un solipsismo sin secreciones ni efusiones, el del creador, a otro solipsismo que es solo mirada, el del lector solitario.
Se niega el cuerpo y la sentimentalidad y se descompone al poeta en un oído, un ojo y una lengua cuyo hábitat restringido es la palabra y no el mundo. Al otro lado, el difícil lector tiene más ojos que orejas por lo que la música del poema tiende a volverse una dimensión mental, más que física.
La abstracción del poema moderno lo recluye en el silencio de las habitaciones y dicho silencio supone muchas veces un rechazo de la retórica, es decir, un rechazo de la lírica que antaño buscaba a los hombres en la plaza. La claridad expresiva, la cercanía con el sentido común, eran rasgos del poema que delataban su búsqueda de la plaza, su ambición retórica.
Si la poesía es una abstracción sin cuerpo hecha para el silencio, si estas son las condiciones del contrato ¿Hasta qué punto tiene sentido decirla en los recitales?
Digo esto porque quienes desprecian a los hipócritas lectores han incorporado ese desprecio a la sonoridad de sus textos que siendo textos para el silencio carecen de vitalidad teatral para ser dichos en un escenario.
No se puede tener todo, no se puede repudiar las complejas dimensiones de la retórica y al mismo tiempo querer seducir al público con un lenguaje que no facilita la seducción. La mayoría de los recitales de poesía moderna, como bien señalaba Witold Gombrowicz, tienen algo de impostura.
Es por eso que cuando aparece una Gioconda Belli que recita y seduce quizás estemos ante una poeta que ha metido el cuerpo en sus poemas y que también se ha dirigido al cuerpo de sus lectoras. Gioconda puede parecer excepcional en un mundo en el que los poetas al recitar solemos producir bostezos. El carisma de Gioconda, bien señalado por Miguel Huezo Mixco, es una cualidad que le exigía al orador la retórica antigua. Una figura con aura cívica (en este caso una poeta con aura cívica) arrastraba masas y tenía ganada la mitad de su aceptación. Está claro que los poetas no están obligados a tener un aura semejante, pero sí deberían intentar comprender el papel que juega el carisma en la comunicación de ciertos autores. Esta un arma de doble filo, por supuesto, que debería analizarse desde el punto de vista retórico.
Mucha poesía cívica o asamblearia, desborda sus limitaciones al ser recitada delante de la gente. Ahí se nota su arquitectura de voz comunicativa. Esos mismos textos, leídos en la soledad de un cuarto, a veces se contraen, a veces se marchitan. Muchos poemas bellos y hechos para la lectura silenciosa se pierden al ser leídos en público.
En mi opinión, los poetas del silencio deberíamos aprender de los poetas asamblearios, si no queremos que el público se nos duerma en los recitales. Y también por otras razones que merecerían otro artículo.
Debe estar conectado para enviar un comentario.