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El reflejo del espejo

Luis López,

cuentista

Hacía frío. La luz del alba se sumerge por las ventanas de la sala. Don Pablo Uzquiano se preparaba para salir, iniciaba la rutina de un nuevo día, las próximas horas las pasaría atendiendo su despacho. “Sería incorrecto si un cliente llega y encuentra cerrado en horas laborales”, pensaba el hombre a sus noventa y cinco años aún fiel a su promesa de trabajar hasta el último día de su vida.

Frente al espejo se irguió y posó para sí mismo de un lado y de otro su traje verde oscuro estaba planchado a la perfección. Debía atender su negocio, como lo hizo por casi sesenta años en una sencilla oficina para dirigir su modesta empresa de construcción.

Sacó de la bolsa un diminuto peine, lo hizo recorrer su calva, acomodando los raquiticos mechones de cabello planteado que aún coronaban su cabeza. Suspiró y observó el grueso marco del espejo. Se fijó en los cuidados detalles tallados en la madera de sequoia, la única pieza de valor  en aquella casa que como su dueño, ahora asiste al ocaso de su existencia.

—Le quedó demasiado ácido el café a Elenita —se dijo mientras se relamía los delgados labios, con una discreta mueca de desagrado. Ese día amaneció con poca hambre, se forzó a comer aunque sea un huevo duro con café preparado por su sobrina. Desde hace quince años, al enviudar, llegaba para ayudarle con algunas cosas, siempre y cuando los turnos en el hospital lo permitían. Nunca se le dio la cocina a la hija de Pedrito, su hermano, pero en el ocaso de sus días era su única familia. Se detuvo frente al espejo y practicó su sonrisa para asegurarse que su dentadura postiza estuviera en su lugar.

—Doña Vilmita —susurró con una sonrisa, durante años no había pensado en la que fuera su pareja por cincuenta y cinco años, y cuyo reflejo vio por un momento frente a él.

Tomó su corbatín negro y trató de acomodarlo en su cuello, vuelta a la derecha, luego a la izquierda, arriba, abajo ¿O era al revés? Esa mañana le resultaba muy difícil ponérselo, mismo que había usado desde que nació el primero de sus cinco hijos. Gotas de sudor comenzaban a recorrer su cabeza. El corbatín le estaba dando más guerra de lo usual. Por un breve momento, observó el reflejo de Pedro en el espejo

—¡Por supuesto que sí Pedrito, no te preocupes, te voy a prestar la plata que haga falta para pagarle al abogado y que te saque de aquí! —sonaba el eco de sus memorias.

Por fin recordó cómo hacer el condenado nudo en su cuello, en su mente continuaban las imágenes, su última plática con su hermano antes de ser encontrado ahorcado en la celda que compartía con veinte tipos. Elenita era una niña entonces.

Deslizó su pañuelo blanco sobre su calva para secar el sudor. En el reflejo apareció la imagen de su madrina, una delgada mujer de apellido Aberman, pudo distinguir su rostro con gran claridad. Su corazón se aceleró y empezó a golpear su pecho con violencia. Recordó la vergüenza que le ha seguido por haberse negado a visitarla en su lecho de muerte, por tres días mandó a llamarlo, esos días no tuvo el valor de entrar a su casa. Cuando las llamadas cesaron rompió a llorar como un niño frente al zaguán de su benefactora.

—Esto me está ahorcando— se frotaba el cuello buscando la cinta del corbatín para aflojarlo un poco. Con su madrina murió también el amor que lo unía a su familia. El testamento de la señora Aberman, fue impugnado trece veces. Salieron ahijados hasta debajo de las piedras, incluso sus hermanos salieron a reclamar su derecho. Y es que en el pueblo, todos sabían que la considerable fortuna de la anciana no se comparaba con el invaluable espejo, del que decía que había sido un regalo del mismísimo emperador de Alemania a algún lejano ancestro de la difunta.

Se llevó la mano al estómago mientras le pasaba un agudo cólico. En la vela de la venerable anciana, dos de sus “ahijados” se agarraron a machetazos por ver quién era su favorito, cada uno juraba por lo sagrado que su madrina le había prometido el espejo. Pedro terminó preso por la acusación de Doña Hortensia, la maestra del pueblo, trató de violarla, aseguraba. Aunque el relato del crimen dependía de quién le había preguntado a la señora, porque tenía una historia diferente para cada habitante.

Levantó la vista, y en el espejo vio el reflejo de incontables rostros, que en lugar de ojos tenían cuencas vacías; sus caras impasibles lo habían esperado largo tiempo. Sus piernas se hacían como de agua y de forma pesada cayó sentado sobre la silla que estaba tras él, misma que había puesto para pasar horas contemplando su reflejo frente al espejo en tanto meditaba las noticias que recibió conforme pasaban los años: los ahijados macheteados, el ahorcamiento de Pedro, el súbito accidente que acabó con la vida de Hortensia. Los herederos fueron desapareciendo con la misma rapidez con que surgieron. Después de todo, él único ahijado real fue él. A ningún otro llamó con tanta desesperación la amable anciana, a nadie más le preparó para asumir su negocio en la constructora, a nadie más lo había presentado con los abogados, jueces y policías, que tan útiles le fueron.

Trató de pedirle ayuda a Elena, pero no tenía voz. Sus últimas décadas habían sido de una lenta agonía, cada proyecto que iniciaba lo terminaba endeudado y sus sobrinos más ricos. El dinero se evaporaba. Dejó de cumplir sus plazos y los clientes dejaron de buscarlo. Vendía sus propiedades en la mañana y se endeudaba por la tarde; Vilma murió de una gripe mal cuidada, porque no tenía para pagar la medicina.

—¿Por qué tarda tanto? Se suponía que estaría listo en cosa de quince minutos, pero lleva ya casi una hora —pensaba Elena y limpiaba la cocina. La sobrina recordó que hace unos meses, al cambiar los vendajes de un paciente escuchó la confesión de Ramón Torres, el mecánico:

—Con un cincho ahorqué a un hombre, un preso que compartía mi celda —narraba el moribundo con los ojos desencajados y voz tenue —¡era inocente Padre y yo lo maté! —Las lágrimas brotaban de sus ojos.

—A las doce, con el cambio de guardia vas a ahorcar al violador de Hortensia, y mañana a esta hora estarás libre y con tus deudas pagadas me dijo el hombre del traje verde, con una sonrisa que parecía una mueca de burla —El cura asistía asombrado a aquella insólita confesión, pero cuando le preguntó quién le había pedido semejante cosa, el pobre mecánico solo alcanzó a decir que nunca le había preguntado su nombre, sólo sabía que era el ahijado de una vieja rica.

La respiración se volvió más pesada cada momento para Don Pablo. El espejo que se mantenía delante de él se llenaba de rostros, observando desde sus ojos vacíos e inexpresivos. Han esperado largo tiempo por él, pero ahora un nueva cara se ha sumado a los fantasmas de su pasado, pero este tiene ojos vivos y lo observa, es Elena.

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