René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
El año 2020 –el año más largo de los últimos seis siglos- nos mostró que vivimos confinados por el capitalismo, pero al mismo tiempo demostró que no podemos vivir en confinamiento por ser quienes movemos las mercancías en las calles, esa es la fascinante paradoja de la presencia-ausencia que revela lo que tenemos sin que lo tengamos; que revela que somos dueños sin pertenencias. Hasta el último día de 2020 yo era el dueño de un libro sin páginas; de un par de zapatos sin suela; de un pantalón seis tallas más grande sin cincho para ajustarlo; de unos calcetines rojinegros con más hoyos que puntadas, los que, de tanto uso ininterrumpido, se saben parar por sí mismos; de cien pulgas sin una gata como nación protectora; de una casa sin ventanas desde donde ver el horizonte de las cosas buenas; de un boleto de tren sin estación; de una máquina de escribir Deville II que está a la espera de historias hermosas; de treinta caries sin dientes donde vivir; de un carné de socio del Barcelona que no puedo usar por falta de avión… y de un corazón asilado en la comarca de una flor de dos pétalos diseñados por Antonio, el arquitecto que tiene en su mente la maqueta del mundo perfecto. Hasta el último día del año de la cuarentena asediada por ratas legislativas, yo era el dueño de una cara que asusta hasta lo indecible; de boletas de empeño disfrazadas de descuentos bancarios; de un lápiz que tiene novelas cortas en la punta de la lengua; de una mesita de noche que sirve de escritorio por falta de espacio; de unos ojos que han visto la miseria humana y la hazaña sobrehumana del pueblo; de una refrigeradora con el colesterol elevado hasta el borde del infarto colectivo; del caballo que necesitaba el Rey Ricardo III para no morir antes del advenimiento de su utopía; de una gata blanca que llora por sus hermanitos cuando cabalga sobre las cosas nuevas que la alucinan; de un cuadro post-realista de manos que deambulan por la pandemia que fue pintado por el artista que renace a diario; de una jubilada pelota de plástico con la que hacía los mejores goles del mundo; de un retrato de Pedro Infante que mira con lujuria al de Marilyn Monroe; de un yo-yo al que le encanta hacer la vuelta al mundo en 80 días; del zaguán del mesón donde amontoné al primer amor que tuve cuando niño sin siquiera tocar sus cofradías.
Hasta el último día del año en que estuvimos confinados con nuestros seres queridos para ver, desde la seguridad de los abrazos, cómo la peste pasaba sobre nuestros techos, fui el dueño anónimo del lugar secreto que está en el atrio de la iglesia abandonada en la que el Che se ocultó tres días cuando iba rumbo a Bolivia; de veinte poemas de amor jugando peregrina con la canción desesperada; de un reloj de cuarzo Casio Vintage 35QR-23, que se detuvo en el minuto en que asesinaron a monseñor Romero; de un puro dejado a medias por Fidel Castro con el que conjuré los malos pensamientos neoliberales, pero no los carnales; y siendo el dueño de todo eso, aún no sabía que la utopía es un sueño de ensueño que dura un segundo o que dura todo un mundo cuando anda en busca de su dueño.
Soy el único hombre parido por tres vírgenes: mi bisabuela de ritos prehispánicos olorosos a ungüento de altea; mi abuela de heroicas hazañas culinarias; mi madre como luna remota que iluminaba desde la clandestinidad de un trabajo devorador de ilusiones. Mi abuelo fue un tipo elegante y trabajador que se crió en las sinuosas calles del mítico Barrio La Vega que eran dominadas por los cuchilleros más afamados del mundo; mi tía recuperó su virginidad desde que a su esposo le diagnosticaron Alzheimer en el hígado; no tengo padrino porque nadie apadrina a los suicidas daltonianos ni a los indigentes de la palabra; tengo un dibujo del Capitán Nemo, pero no una isla misteriosa donde asilarlo; bajo la almohada guardo hojas de ruda machadas con alcohol para que la buena suerte perfume mis noches mientras lucho contra los molinos de viento de la desdicha colectiva; bajo la cama tengo un millar de libélulas azules que son perseguidas en sueños por jóvenes descalzos que sueñan con que cabalgan junto a Lady Godiva montados en unicornios falsos.
En 2020 me libré de los imbéciles con fuero y del viejo cuento de las bondades de la plusvalía dando clases de Doctrina Política en una universidad pública que quieren privatizar; con Sóstrato de Cnido subí a lo más alto del faro para ver caer el muro bipartidista de Ptolomeo II y fuimos testigos de la proeza limpiadora del flautista de Hamelin. En la Bahía Paraíso icé la roída bandera de mi utopía esperando que sirviera de espantapájaros de la desigualdad social; guardo una botella de Jack Daniels Honey para tomarme un trago cuando el pueblo entre en la Constitución; comprendí las clases de trigonometría cuando salí del coma de la segunda acumulación originaria de capital de los años 90. Nunca pude recitar de memoria el Poema del Mío Cid, ni perseguir las venas de un relámpago húmedo, ni ser indiferente a las lágrimas de la pobreza ni a las canciones de Alberto Cortez, ni hallar en el himno nacional rastros de belleza.
En 2020 me propuse escribir el relato más hermoso del mundo y descubrí que soy un fiasco. En el parque Libertad, mesa de damas 69, tiene su cubículo don Pepe, el jugador que está invicto y desempleado desde el 11 de noviembre de 1989. Soy un cordón umbilical que ha sido desenterrado; un confesionario al que peregrinan los comedores de pecados ajenos; una pomada que cura los raspones de la vida; un farol mortecino en la oscuridad de la calle El Progreso al que la almohada le da la espalda; una coartada utopista para viajar a Marte. La pandemia es el mago que sacó de su sombrero la pobreza de la gente y sus muertos son las cicatrices del sistema. En las universidades católicas de la 10ª. Avenida Sur y calle Rubén Darío –haciéndole la competencia a los nostálgicos burdeles de la Avenida Independencia sin libertadores- da clases de sexo con posturas desesperadas y acrobáticas la legendaria camaleona tricolor.
Hay quien dice que yo soy el último visitante de la estatua de Nueva York y que escribo como oriundo de la Torre de Babel. En 2020, tratando de escribir el relato más hermoso en el lomo de un virus, descubrí que la única ley inviolable es la ley de Alí Babá y los ochenta y cuatro ladrones. Y entonces se me sube al corazón la hiel de la indescifrable tristeza nocturna; la herrumbre de los años conquista mis coyunturas; la utopía es un desierto; el cielo de la redención social está nublado de galimatías sin evangelio. Este año da lo mismo un pantalón roto que una tortilla con sal.
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