Víctor Corcoba Herrero*
Nadie me negará que vivimos con la falsedad en cada esquina, decease como si fuésemos descendientes de la mentira, cialis y en lugar de ser hijos de la luz, viagra sale parece que somos hijos de las tinieblas. La mundanidad nos acorrala, pues nos hemos abandonado al relativismo y al escepticismo, y nada es lo que parece. Ciertamente, cada día nos cuesta entender más algunas actitudes de nuestros propios líderes y no acabamos de comprender sus hipocresías. En ocasiones, andamos tan perdidos que nos cuesta discernir lo auténtico de lo simulado. Por eso, tenemos la ética obligación, como especie pensante, de interrogarnos en la autenticidad de lo que aspiramos a ser. En este sentido el cardenal J. H. Newman, gran defensor de los derechos del discernimiento, afirmaba con entusiasmo, que la conciencia tiene unos derechos porque también tiene unos deberes. Indudablemente, el bien jurídico protegido ha de ser siempre la persona humana, el bien humano, el que hoy tan en duda prevalece.
A todos nos conviene reflexionar. Más allá de las palabras se precisa, con urgencia, ejercicios de honestidad. Es fundamental invertir en la ciudadanía, no para entregarles limosnas, sino para avivar el deseo de hallarse. De ahí la importancia de que la igualdad de oportunidades cohabite en todos los países, sobre todo a la hora de mejorar la educación desde edades muy tempranas. Indudablemente, la enseñanza es clave para avanzar y promover la conciencia crítica, sustentada en el derecho a la verdad como licito compromiso tanto individual como colectivo, pues hasta el mismo estado de derecho precisa de personas formadas. Además, hemos de acrecentar las comisiones internacionales de investigación y las misiones de constatación de los hechos, así como las comisiones para la reconciliación, antes de que nos amortaje este clima de desengaños. Sea como fuere, tenemos una necesidad inherente a saber la verdad de todo cuanto acontece. Sólo así podremos retornar a la realidad del vocablo exacto, que es nuestra propia historia de vida.
No se puede silenciar lo que nos afecta a la humanidad en su conjunto. Todo lo contrario, hemos venido para compartir ideas y conocimientos, para conjugar sueños y realidades a través de la poética de la dicción, para crecer en el irrepetible verbo de cohabitar unidos. Precisamente, durante este mes de abril y coincidiendo con el Día mundial del libro y del derecho de autor (día 23), cuando los libros salen por las plazas del mundo para reencontrarse con los lectores, se me ocurre escribir este artículo de retornos a la creatividad y de regresos a la inspiración del entendimiento entre culturas diversas. La historia del libro, como la historia de los lenguajes, se hace festiva y se alumbran actividades culturales por doquier rincón del planeta. Esta es la mejor noticia. Sin duda, necesitamos digerir todos los abecedarios e injertarnos de sabiduría para no ser engañados por una aparente verdad que nos venden en cualquier plaza del mundo. Abramos los oídos y los ojos a esta multiculturalidad.
Las palabras son muchas y variadas, pero la verdad es única y ninguna civilización puede llegar a extinguirla. Entre tinieblas también resplandece la certeza. La ciudadanía, por tanto, a la hora de demandar una mayor igualdad, ha de comprometerse con la dignidad del ser humano, puesto que somos algo más que un mero material biológico. Nuestros actos no pueden desconocer esa verdad que nos dignifica como seres humanos. Hoy, por desgracia, no triunfa la verdadera palabra; la fuerza del poder económico es la que nos maneja a su antojo. Tampoco se reconoce la trascendencia de ese espíritu creativo que todos llevamos consigo. Preferimos no ser libres, pero tener dominio, potestad, mando, superioridad.