Myrna de Escobar
Desde mi llegada al vecindario cerca de la Universidad Estatal escuché hablar sobre una familia del sector que se convirtió en leyenda.
La casita, rodeada de múltiples flores silvestres y maripositas, era un tutifruti a la vista, según los veteranos del lugar. Con el tiempo y el descuido los arbustos crecieron y la casa se convirtió en un lugar frío, inhóspito, misterioso. Parecía una flor marchita al final de un precipicio.
El marido era pintor y ella era escultora. Tuvieron dos hijos, sin credo ni tradición. Al crecer éstos, él se ausentaba y rara vez volvía. ─ decían las chismosas del lugar. La esposa se mueve como una efigie sobre el jardín de rosas, ─ comentaban otros.
Esos rumores eran puros cuentos para mí, hasta que una tarde en compañía de mi sobrina, visité la casa. Accedimos al lugar por una puertecilla, de donde salía el Gran Danés de esa familia; lo único admirable para los vecinos. Como era de esperar, un silencio monótono nos saludó. Adentro el musgo cubría las paredes y el largo césped del patio semejaba una densa bruma en el infinito espacio de tarde. En la cocina, entre tantas cosas, yacía un vaso de licuadora quebrado. En la librera, un cúmulo de termitas deshojaba los libros y borraba las imágenes de cientos de historias, y versos. En la sala estaba el retrato del cual muchos hablaban. Era el motivo de mi aventura. Lo contemplé por largo rato hasta olvidarme por completo de Sarita, mi sobrina. Al reaccionar, la sorprendí de pie en otra esquina de la sala con una muñeca de madera entre sus manos.
Justo cuando me aproximaba a tocar el cuadro, un cuervo voló despectivo sobre mi pelo y me llevé un gran susto. Con sus garras quería arrebatarme la cabeza, pero huyó por una ventana. Lo vi perderse, recuperé el aliento y mi atención se desvió al ver el retrete limpio. Sobre el tanque lleno de agua faltaba la tapa y el asiento. La tina, llena de arañas y escarabajos, parecía un ataúd si puerta.
De súbito, la risa y el cuchicheo poblaron el lugar. Me sentí atrapada dentro de un pueblo fantasma, deseaba no haber emprendido la aventura de husmear en la casa. Con ello llegó la oscuridad. La puerta principal se abrió lentamente. Mi corazón dio un vuelco en mi pecho y mi garganta se llenó de gritos. Contemplar la silueta esbelta y perfumada que llegaba me paralizó. La habitación se abrió con su presencia. Los reclamos empezaron:
─ ¿Cuándo arreglaras el baño, la regadera y la cisterna? la pila lleva años agrietada. La licuadora se quebró hace tiempos y no podemos tener licuados. ¿Cuándo serás el hombre de la casa?
De pronto el silencio. Traté en vano de agudizar los oídos. La puerta se cerró de golpe. Tras la casa unos pasos corrían. Mi angustia aumentó, la mujer sollozaba. En un instante solo éramos dos: El miedo y yo. Estaba postrada de miedo tras un fino mueble viejo. Intenté huir del escondite y olvidarme del cuadro, pero mis piernas no respondieron. De nuevo la discusión continuó.
─ ¡Ayer te amé! ¡Ahora me voy! No me esperes nunca. Me llevaré el retrato.
Entonces recordé lo que había escuchado antes: “Él llega cada quince días a traer el cuadro, pero inexplicablemente cuelga de la pared de la sala al día siguiente”
El retrato era un misterio para mí. Noté que ellos no podían observarme y contemplé el cuadro una vez más. Toqué su rostro y sentí su miraba inquisidora. Quise deshacerme de él, pero parecía pegado a mis dedos. Lágrimas de polvo rodaron por las mejillas de la mujer del cuadro hasta desvanecerse sobre el tocador. La sangre se paralizó en mí. Su mirada era un grito de angustia. El retrato sollozaba y suspiraba entre mis manos.
No sé cuánto tiempo pasó, pero la puerta seguí abierta. El cuadro cayó de mis manos. Me sentí libre. Abandoné la casa. Al volver por mi sobrina la puerta se cerró ante mi horror. Angustiada contemplé su rostro impávido tras la ventana. Grité su nombre tantas veces sin respuesta. En un instante se internó en la oscuridad mientras repetía:
─ ¡No perteneces a mi mundo!