EL REVÓLVER
Marvin Guerra
Escritor
Chito Parada, sabía que aquella noche lo iban a matar. Todos los hombres de su caserío habían sido asesinados, en las noches anteriores, uno a uno por el escuadrón de la muerte. Cuando descubrió que era el último que quedaba, acomodó lo poco que tenía en una valija, y salió corriendo de su cantón Santa Cruz.
Antes de irse, tuvo el cuidado de enterrar el revolver, bajo el horcón de la casa. Y sin mirar atrás, puso pies en polvorosa y salió espantado. Llegó al desvío del porrillo, donde don Quincho, el de la fábrica de quesos, al verlo venir pálido y apurado le gritó:
—¿Para dónde vas Chito?
Él sin detenerse le contestó:
—Hacer una vuelta en San Salvador.
—No te vayas muchacho, que sos el último trabajador que me queda.
—No se aflija, que antes de las cinco, estoy de vuelta, para la sacada del queso —Y siguió su camino.
Desde la ventanilla del bus, vio a la tropa que se replegaba, el teniente Justino, caracterizado por su crueldad, venía al frente. Aunque todos sabían que estos mismos, en el día uniformados, por la noche vestidos de paisanos, eran los encargados de sacar de sus casas, a los que consideraban enemigos de la patria.
Después de verlos, un insistente escosor, le empezó en el entrecejo, y lo persiguió a donde fuera.
Llegó a San Salvador a las cinco de la tarde, cómo no tenía a quien más recurrir, se instaló en nuestra casa. Un pequeño apartamento ubicado en el barrio obrero de Zacamil, que llamaban centro urbano José Simeón Cañas. Yo era apenas un niño, no podía imaginar que sería testigo de esta gran historia de éxito.
Le acompañaba un billete de dos colones, que en El Salvador de los años ochentas, no era una fortuna.
Buscó trabajo por donde pudo, pero en la ciudad, sus oficios de quesero, no eran tan útiles cómo esperaba. Dormía en el piso de la sala, a cada nuevo día, en que mi abuelo madrugaba, Chito estaba presto a levantarse aun sin luz, cargar las maletas de mi viejo, y acompañarle a la parada de bus, para luego regresar por un vaso de leche y salir a su búsqueda de oficio.
Luego de una semana, con el dinero acabado y sin esperanzas de encontrar trabajo, se quedaba en casa, ayudando en los quehaceres, y tomando como tarea personal el llevarme y devolverme del kínder en que estudiaba. Yo que era un niño quieto, caminaba tomado de la mano de aquel muchacho, aunque no era familia de sangre, empezaba a serlo del corazón, pues los parientes son amigos obligados y los amigos, son parientes escogidos.
Un día, mientras volvíamos del colegio y ante el apremiante calor, compró para mi un refresco. Una amable señora, ataviada en su delantal, se adelantó a servirnos el sabroso líquido en una bolsa, mientras Chito, con su hablar espontáneo y la sonrisa que no le abandonaba ni en tiempos difíciles, preguntaba todo sobre la refresquería. Después de beber parte de la horchata, y de qué por mi torpeza de niño, el resto se esparciera por el suelo, cuando la bolsa se escurrió de mis manos, caminamos despacio hasta el edificio. Había algo diferente en él, sus ojos brillaban de forma distinta y aunque aún se rascaba el entrecejo, la manía había disminuido.
Al llegar a casa, sorprendió a mi abuela con una petición extraña:
—Niña Juanita ¿me presta sus ollas?
Aunque extrañada, mi abuela respondió “si”. Al día siguiente, luego de acompañar a mi abuelo, regresó con una arroba de hielo y una bolsa de esencia en polvo, y antes de llevarme a estudiar, había preparado una palangana entera de refresco, que se disponía a vender. Ese día, debimos ser una estampa inusual para un país en guerra, un hombre joven que cargaba una enorme olla al hombro y con la otra mano sujetaba a un niño, vestido de marinero.
Al final de la jornada lo encontré recostado en una pared, rascándose el entrecejo, con la olla vacía a un lado.
—¿Cómo te fue? —pregunté con inocencia.
—Pues… hasta hizo falta —me respondió sonriendo, en tanto me daba una bolsa, conteniendo los remanentes de la venta, y en tono de advertencia agregó —Pero hoy no lo vaya a botar Marito. Ambos reímos y emprendimos nuestro camino.
Los días se sucedieron. El negocio fue prosperando, tuvo que aumentar las ollas prestadas y siempre a la vuelta la respuesta era la misma “hasta hizo falta”. Poco a poco agregó productos a la venta y lo que en principio era una refresquería en la parada de buses, se fue convirtiendo en un puestecito formal, donde podían encontrarse, desde un buen pan para acompañar el fresquito, hasta las más deliciosas frutas peladas y embolsadas.
Por mi parte me había convertido en un niño grande, que podía caminar solo, el par de cuadras que me separaban de la escuela, siempre era paso obligado visitar a Chito en su negocio, le encontraba rascándose el entrecejo mientras no había clientes. Me recibía con su sonrisa imborrable, y me dejaba escoger lo que deseara, del valladar de chucherías que tenía a la venta. Hasta que un día me encontró mi abuelo, qué como negociante jefe de familia, me prohibió de forma tajante, quitar la ganancia del negocio. Dejé de hacerlo, pero Chito siempre se las arreglaba para hacerme llegar de alguna forma uno que otro obsequio entre recreo y recreo.
Después de un tiempo, dejó de vivir en nuestra casa, se mudo a un lugar cercano, lo veía cada día, hasta que de repente un día encontré el kiosko cerrado. creo que me vio de lejos, porque tan pronto empecé a caminar, salió de un local grande en la esquina opuesta, con una bolsa de refresco y un delicioso pan.
—Marito, hoy estoy allá, dígale a la niña Juanita y a Don Tulio, que cuando quieran vengan, que hoy tengo panadería —y me sonrió.
Seguí llegando al negocio, Chito se había empezado a convertir en gerente, y mientras los muchachos, amasaban la harina o se entretenían poniendo leña al horno, él con sus buenas maneras atendía a extraños como propios, en aquel trajinar de clientes, que llegaban a tener que esperar, hasta media hora por el pan. A pesar de esto, mi familia siempre tenía un lugar preferente y nunca tuvimos que hacer ninguna fila, pues siempre para nosotros había una bolsa llena y sin costo. Al menos así era, hasta que a mi abuelo Tulio, se le ocurría ir por el pan y obligarlo a recibir el dinero exacto.
— ¿O me cobrás, o no vuelvo a venir? —eran sus palabras, mientras extendía el billete de un colón.
— Usted don Tulio, ¿cómo qué no he vivido de choto en su casa?. Todavía quiere que le cobre —respondía chito agobiado y la comezón en el entrecejo se le agudizaba.
— Agarrá el pisto, te digo —reclamaba mi abuelo —y mirá, deberías ir al médico a que te revise esa tu picazón jodida, que tenés —sentenciaba.
— Si ya fui, y me dijo que es tick nervioso —y ambos reían la broma.
Me convertí en adolescente, y me cambiaron a estudiar a un colegio de los padres salesianos, al otro lado de la ciudad, no tenía el tiempo suficiente para ir a la panadería, el día que pude hacerlo, me encontré con sorpresas y buenas nuevas. Chito solo se pasaba a recoger los réditos, pues había abierto un nuevo local en el centro de la ciudad. Con tanto éxito, que pronto se convertiría en la cafetería de moda en la capital. Artistas, bohemios y gente importante, se reunía en el sitio, para degustar buen café y pan. Él por su parte, aunque seguía siendo en esencia aquel muchacho que salió huyendo de Santa Cruz, era ya un empresario que gustaba de las esclavinas y los zapatos boleados.
De forma ocasional, aparecía por el portón del colegio, gritándome a lo lejos. Me acercaba alegre, me extendía una bolsa con alguna merienda, y me deslizaba un billete de cien, con la recomendación de hacerlo llegar a mi abuela Juanita “pero que no se dé cuenta don Tulio”. Ante mi pregunta de siempre ¿vendés todo?, su respuesta era “hasta hace falta”, se reía y rascaba su frente.
La guerra terminó, nosotros nos movimos a una colonia de ex—militares, con casas amplias. Los negocios de mi abuelo habían generado buenas ganancias, y nos permitían ahora, vivir en mejores condiciones. Chito por su parte seguía en boga, se había convertido en transportista, mantenía sus cafeterías y empezaba a incursionar en su antiguo oficio del queso, hoy a nivel industrial. Se había casado tenía dos hijos pequeños. Vivía ya en una zona exclusiva de la ciudad, y en ocasiones especiales venía a visitarnos, siempre acompañado de su sonrisa eterna. Pasaba horas platicando con mi abuelo, y antes de despedirse agradecía mil veces a mi abuela, por el favor de las ollas. Ella siempre respondía lo mismo “ya olvidate Chito, nosotros te ayudamos con el corazón”.
Volvió a nuestra casa, con motivo de celebrar el fin de año, con la hospitalidad característica de mis abuelos, la fiesta estaba abierta para todos. Uno de nuestros vecinos un ex—capitán, de nombre Justino, era un hombre ya disminuido, qué de sus antiguas glorias en el ejército, solo conservaba las buenas maneras. Vivía solo, su familia se había desperdigado con el correr del tiempo, y mantenía una relación de cordialidad con todos. Tenía fama de haber sido cruel, se excusaba con la premisa “eran tiempos de guerra”.
Durante el festejo tomó amistad con Chito, se enfrascaron en pláticas amenas y al calor de los tragos recibieron el año nuevo de abrasete, siguieron rememorando sus vidas pasadas, y en cuanto el militar, mencionó el porrillo, se vinieron nuevas historias.
—Pues le decía mi amigo. Yo estuve bastante tiempo en los alrededores del porrillo. —decía el hombre, mientras apuraba un nuevo trago —Pero lo que más me acuerdo, es del señor de la quesería, que nos dio unos buenos pesos, para que le dejáramos vivo al último trabajador.
La noticia impactó a Chito, le bajó de golpe la borrachera y pidió que le explicara más.
— Así cómo le digo —prosiguió —nosotros ya teníamos bien barrida la zona, la orden del alto mando era, acabar con la base social de la guerrilla, y el campesino era susceptible a creerle a esos rojos culeros. Se dejaban engañar fácil, con promesas de igualdad y un nuevo El Salvador. Por eso había que eliminar a hombres, niños y si alguna mujer era muy avispada, pues también había que someterla — Chito se servía tragos cada vez más grandes, mientras el hombre, detallaba las atrocidades que había cometido — Y se lo digo, acabamos con todos, aunque no había guerrilleros por todos esos lares, no dos deteníamos ante nadie. Bueno corrijo, acabamos casi con todos, porque el muchacho que salvó ese señor, nos quedó vivo.
—Mire lo que es la casualidad —comentó Chito —resulta que, ese muchacho soy yo.
—No me diga hombre, en serio. Imagínese si lo hubiera matado. No tuviera con quien celebrar este año nuevo.
Lo dijo casual, sin atisbo de remordimiento o vergüenza. Aun no entiendo si fueron los tragos, o la falta de conciencia, escudándose en la premisa, de que en tiempos de guerra todo se vale.
Por su parte, Chito paso toda la madrugada rascándose la frente. Ambos bebieron como cosacos hasta el amanecer. Tan pronto recobró la conciencia, junto a su esposa se montaron en su carro, una espectacular cherokee jeep nueva. Y por orden del hombre, enfilaron hacia Santa Cruz.
Él ahora estaba libre de la pena de muerte, que pesaba a sus espaldas, desde el día en que decidió irse. Quería terminar la historia que siempre creyó inconclusa, y volver a la tierra de sus padres. Siempre acostumbraba a estar alegre, aquel día lo estaba mucho más.
Llegó al desvío del porrillo, encontró a don Quincho sentado en una mecedora, en un tenderete al frente de la fábrica. Era un anciano marchito, que se entretenía viendo pasar a la gente. Tan pronto como vio detenerse el auto, reconoció al hombre.
—Chito, muchacho, ¿hasta hoy venís de hacer tus vueltas? —preguntó, mostrando su sonrisa desdentada.
—Me tardé un poco don Quincho, pero ya estoy de vuelta —y le correspondió con su sonrisa eterna.
—Vaya, mirá que bueno, que hayas venido —dijo el viejo, y preguntó —¿para dónde vas Chito?
— a dar una vuelta allá por Santa Cruz.
— ¿Y qué vas hacer muchacho? si allí no hay nada —repuso el anciano, mientras se balanceaba en su mecedora.
— Pues, por hay no más, a recordar viejos tiempos.
Se despidieron y volvieron a montar al automóvil, cuando empezaron a alejarse, el viejo gritó:
—Te apurás Chito, todavía tengo el queso, esperando que lo vengás a sacar —y mostró la sonrisa desdentada.
Llegaron hasta el cantón, era un pueblo fantasma, pocas casas estaban en pie. Desde los tiempos de guerra, se había quedado desolado. Entraron en lo que había sido su casa, ya no quedaba nada dentro, a excepción de una vieja silla de madera, recorrió el patio y las estancias interiores, le contó a su mujer los recuerdos de aquel lugar. Caminaron hasta el arroyo que atravesaba el caserío. Luego volvieron a la casa. Él estaba descargado, el escosor en su frente había disminuido. Justo antes de retirarse, se sentó en la silla y se acercó al horcón. Su esposa salió a preparar el carro para el regreso.
Recordó el revolver que había dejado enterrado, con sus manos rascó la tierra, hasta encontrarlo. Estaba ahí justo cómo lo dejó, la funda de cuero y el envoltorio de plástico, habían resistido el paso del tiempo, el metal lucía un tanto oxidado, parecía inútil, la costra había obstruido el cañón.
Su mujer volvió a entrar y lo encontró con la pistola en la mano, se sobresaltó y le preguntó:
— ¿Qué haces con esa babosada?
—Nada, la había dejado enterrada aquí cuando me fui, y me acordé de ella. Así cómo está, solo sirve para detener la puerta —le dijo riendo.
Y trató de aliviar el picor en la frente con el cañón del arma, la cual se disparó, con un ruido seco. Chito Parada cayó fulminado, junto al horcón de su casa, de la cual había salido muchos años antes. Dicen que lo mató el impacto, de un amasijo de metal y óxido. La muerte fue instantánea.