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El sábado de las misericordias

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El martes se puso caliente y vaporoso, advice como si fuera inminente una tormenta de dimensiones crueles. Don Salvador Mártir, cialis sale sastre vitalicio y analista político riguroso, abrió la puerta para dejar que un poco de frescura se colara sin trabas. Revisó minuciosamente, con la vista, el lazo donde colgaba las telas y puso sobre la máquina de coser Singer los nombres y medidas para cortarlas por fatal orden de llegada. Llevaba puesta una camisa de colores enemistados y fuertes –hecha, por él mismo, con sobrantes milagrosos- y un pantalón perfecto, con elástico en la cintura y ruedo americano, como dictaba la moda. Era de pocas y lapidarias frases; de caminar erguido, como el de los militares, aunque jamás estuvo en el ejército porque eso es cosa de pendejos e ignorantes, decía, sin dejar de coser.

Cuando finalizó, mentalmente, el plan de trabajo del día, se paró frente a la mesa de madera rústica y empezó a cortar con precisión geométrica. Daba la impresión de que lo hacía sin pensar, pero estaba muy concentrado y corregía medidas en el camino -menos aquí, más acá- cuando le constaba de vistas y oídas el daño de la comida, por mucha o por poca, en sus clientes. A la hora del almuerzo, se levantó de la máquina de coser para ir a cortar con la mirada la gelatina del calor que reposaba afuera, y se topó con una soledad indomable respetada incluso por los perros callejeros. ¡Puta, qué calor hace! pensó, en el preciso momento en que entraba don Norsecundo Quijada Cuadrón, el tirano caporal de la finca del pueblo que, recién deportado del norte, hizo pacto con el diablo para convertirse en alguien importante en el pueblo. Sin disimular la huida, salió de su taller, y en su lugar regresó su mujer.

-Buenos días.

-A mí no me venga con saluditos. Dígale a su marido que quiero que me haga un traje.

-Fíjese que no está, se fue a buena mañana a la capital a buscar hilo rojo y a celebrar el triunfo de su tocayo.

Don Salvador estaba oyendo desde el patio mientras se lavaba la cara. Cuando se la secaba con las manos su mujer gritó:

-¡Dice que ya te vio, que no te le escondás!

El sastre siguió pensando en el calor. Se asomó por la cortina y dijo:

-Dile que aún no he vuelto. Regresó a la pila y se lavó la cara como si no lo hubiera hecho. Metiendo los brazos hasta el fondo, sacó las telas sin sanforizar que tenía en remojo.

-¡Salvador!

-¡Qué putas querés! Ahora tenía empapado todo el cuerpo.

-Dice que si no salís te va a venir a sacar con los expratulleros.

Sin cambiar de expresión, ni en la voz ni en la cara, se acercó a la cortina.

-Está bien –dijo-. Dile que aquí voy a esperar sentado a esos maricones. Se sentó en el borde de la pila y encendió un cigarro. Don Norsecundo abrió con violencia la cortina. Traía puesta una sonrisa de felicidad anticipada y un raro nerviosismo merodeaba sus manos, como si estuviera contando votos nulos. El sastre le dio el último jalón al cigarro y con voz pausada dijo:

-Para qué soy bueno.

-Casi para nada.

-Pruébeme –dijo el sastre.

Mientras se sentaba en la máquina de coser, el caporal desenfundó una tela y, con gozo infantil, le pidió que le hiciera un saquito con chaqueta, solapas anchas, dieciocho botones dorados y costuras vistas, porque el patrón iba a organizar el trabajo en su finca e iba a elegir un presidente de los peones y, según le confesó, él sería el único elegido… el único. Cuando vio al sastre con la cinta métrica, sumió el estómago lo más que pudo y se puso firme y de espaldas. Dése vuelta… que le voy a tomar medidas no a cogérmelo, le dijo, con naturalidad campirana.

Don Salvador le levantó los brazos. Después de mirarlo con un aire de lástima animal, pasó, lentamente, la cinta métrica alrededor de su deforme abdomen.

-Un traje así tiene que quedar ajustadito –dijo.

-Pero lo está socando mucho –dijo, el caporal que quería ser presidente, mientras el sastre halaba los extremos de la cinta como si estuviera amarrando un bulto al que le espera un viaje movido, tanto así que al caporal se le escapó un pedo tan letal y vergonzoso como escandaloso.

-Así le va a quedar bien –dijo, con una sonrisa irónica. El caporal que quería ser presidente intentó poner los ojos en su puesto original y, por más que hinchó el estómago y frunció el culo, no hizo retroceder la cinta. El sastre anotó las medidas y, sin verlo, dijo:

-Venga el viernes.

-¿Cuánto me va a cobrar?

-¡Qué más da! de todos modos no paga –contestó el sastre.

El viernes llegó el caporal y, con ruda dificultad, logró meterse en el traje. El sastre lo miraba, mudo, mientras el pobre hacía supremos esfuerzos por caminar y hablar al mismo tiempo. Un sofoco frío se prendió de su páncreas, pero no dijo nada para no pasar como un desconocedor de la última moda traída de Taiwán.

-Así se ve bien, hasta parece decente –dijo, el sastre, y agregó:

-No olvide el pañuelo.

-Yo no pedí pañuelo, no me gustan.

-No sea inculto y animal, el pañuelo es indispensable en ese tipo de eventos. Le va a servir mucho, créame.

Se fue sin pagar. Iba feliz porque el sábado de las misericordias el patrón lo iba a pasar recogiendo en la iglesia –cinco de la mañana, bien bañado y peinado- para llevarlo a la capital, donde haría oficial su cargo de presidente de los peones.

A las tres de la madrugada, don Norsecundo se plantó en las gradas de la iglesia. Cada dos minutos se desabotonaba el saco para poder respirar y, aunque cansado por la espera, le era imposible sentarse por lo ajustadísimo del pantalón. Don Salvador pasó por ahí a media mañana y lo vio, de pie, con la cara enrojecida por el sol y el ahogo del traje, evadiendo la risa de todos los del pueblo que, desde la calle, supieron de la misericordia tardía de dios. Fue sólo hasta las cuatro de la tarde -después de haber disparado los dieciocho botones dorados que contó, botón a botón- que don Norsecundo se convenció de que no pasarían por él. Entonces, sacó el pañuelo y se secó, una a una, las lágrimas.

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