ALVARO DARÍO LARA
En una de las hermosas fotografías que atesora y exhibe la Casa-Museo Salarrué, lugar mágico donde viviera y trascendiera nuestro gran Sagatara, se aprecia a éste, sentado, leyendo un libro, con ese rostro tan noble que le singularizaba. Al fondo, en la pared de la estancia, aparecen dos retratos, el de Madame Blavatsky (la voluminosa fundadora de la Sociedad Teosófica, de penetrantes ojos azules) y Jiddu Krishnamurti, el gran pensador indio, expositor mundial de un sistema de libertad espiritual, basado en el conocimiento del ser interno que habita en cada persona.
No es casual el aprecio de Salarrué por estos ilustres personajes. Muchos conceptos místicos, esenciales, del gran narrador y artista salvadoreño, se fundamentan en esa sabiduría, que fue aquilatando mediante las lecturas, el estudio y las prácticas espirituales.
Pero, ¿quién era, para el caso, este carismático personaje, que tanto sedujo a los círculos intelectuales y artísticos de la época, desatando adhesiones y críticas, pero nunca indiferencia? Krishnamurti nació en un pequeño poblado de la India, durante el régimen imperialista británico en 1895, y murió en 1986, en Ojai, California, Estados Unidos, donde se había establecido.
Fue “descubierto”, como un niño de especiales dotes espirituales por un prominente teósofo, C.W. Leadbeter, para quien el pequeño resultó ser el Gran Instructor esperado, un Avatar. De esta manera fue “adoptado” por la Sociedad Teosófica, bajo el liderazgo de Annie Besant, y formado occidentalmente, en el marco de los principios de la teosofía. Aún más, le fue creada una sociedad personal, la “Orden de la Estrella de Oriente” en 1911, para proclamarlo como Instructor Mundial. Sin embargo, el propio Krishnamurti disolvió la institución, renunciando a tal título, en septiembre de 1929, con un estremecedor discurso, que, entre otras ideas, exponía las siguientes: “En el momento en que siguen a alguien, dejan de seguir a la Verdad” y “Además, tienen ustedes la idea de que sólo ciertas personas poseen la llave para entrar en el Reino de la Felicidad. Nadie la posee. Nadie tiene la autoridad para poseerla. Esa llave es el propio ser de cada uno, y sólo en el desarrollo y la purificación y la incorruptibilidad de ese ser, está el Reino de la Eternidad”.
Desde entonces se dedicó a dictar conferencias de forma independiente, llevando su mensaje por todas las latitudes.
Entre la vastísima producción bibliográfica de Krishnamurti, destaca su inspirado texto: “A los pies del Maestro”, en cuyo proemio nos dice el entonces joven místico: “Estas no son palabras mías; son las palabras del Maestro que me enseñó. Sin Él, nada hubiera yo podido hacer. Mas con su ayuda he puesto los pies en el Sendero”.
Krisnhamurti vivió un mundo impactado por grandes conflagraciones. Un mundo dividido implacablemente por ideologías. Un mundo aquejado por el dolor y el sinsentido de la existencia. Siempre fue su palabra un bálsamo consolador, una esperanza permanente en medio del caos.
Los tiempos actuales no distan mucho de aquellos teatros de la injusticia, la pobreza, la enfermedad y la violencia. Por ello, traer a la memoria su mensaje, resulta siempre luminoso.
Así, nos dice en su libro “Notas auténticas de las conferencias y discusiones en Ojai y Sarobia, 1940”: “La paz es interna y no externa; sólo puede haber paz y felicidad en el mundo cuando el individuo –que es el mundo- se consagra definitivamente a alterar las causas que dentro de él mismo producen confusión, sufrimiento, odio, etc.”.
Desde luego, identificar esas causas y buscar la forma de cambiarlas, es la gran tarea de todos en el Sendero.