Luis Armando González
Es indudable que, con la Constitución de 1950, se trataba de un gran paso adelante en materia social y laboral. No sólo se anunció por primera vez un “Régimen de derechos sociales”, sino que ese régimen orientó el quehacer sociolaboral y estatal, desde ese momento hasta prácticamente el fin de la guerra civil (1992), que es cuando se comienza a revertir la lógica estatal-sociolaboral implementada con Osorio. El gran límite de este proyecto de desarrollo es que lo impulsan los militares, lo cual impide que sus conquistas en materia de bienestar social sean también conquistas en materia de democratización política. Es decir, los militares se siguen concibiendo no sólo como garantes y gestores del desarrollo del país, sino como una instancia aparte –cuyos miembros gozan del fuero militar (Art. 93), no sujeta a la vigilancia y al control de otros sectores sociales y políticos. Este poder real que ellos detentan, hace de la separación de poderes –reconocida por la Constitución de 1950— algo vacío. En la práctica, el Poder Ejecutivo, detrás del cual se encuentra el estamento militar, tiene la última palabra en todo lo que concierne a la dirección política de la sociedad salvadoreña, tal como se pone de manifiesto el Artículo 112, que da a la Fuerza Armada no sólo la atribución de mantener el orden público, sino de garantizar los derechos constitucionales. Formalmente, las atribuciones de los diputados son envidiables, siendo un buen ejemplo de ello el numeral 11º, del Artículo 46, en virtud del cual la Asamblea Legislativa puede “declarar con no menos de dos tercios de los votos de los representantes electos, la incapacidad física o mental del Presidente y Vice-Presidente de la República y de los funcionarios electos por la Asamblea, para el ejercicio de sus cargos, previo dictamen unánime de una comisión de cinco médicos nombrada por la Asamblea”.
Y lo mismo puede decirse del Poder Judicial que, aunque se lo amarra a la Asamblea Legislativa –que es la que elige por votación nominal y pública a los miembros de la Corte Suprema de Justicia— y al Ejecutivo –al que debe remitir el proyecto de su presupuesto, al que aquél puede hacerle modificaciones que juzgue necesarias— se le otorgan importantes mandatos, comenzando por su potestad de “juzgar y hacer ejecutar lo juzgado en materias constitucional, civil, penal, mercantil y laboral, así como en otras que determine la ley” (Art. 81), y siguiendo con los dos importantes Artículos 95 y 96. En efecto, mientras que el primero de esos dos artículos otorga a los tribunales la facultad de declarar la inaplicabilidad de cualquier ley o disposición de los otros Poderes contraria a los preceptos constitucionales, el segundo establece que la Corte Suprema de Justicia será el único tribunal “competente para declarar la inconstitucionalidad de las leyes, decretos y reglamentos, en su forma y contenido, de un modo general y obligatorio, y podrá hacerlo a petición de cualquier ciudadano”.
Sin embargo, el Estado militarizado era un límite insuperable para que la Corte Suprema de Justicia pudiera asumir, con plena autonomía, la defensa de la Constitución política. Esto fue así desde este momento, en el que el Estado militarizado adquiere contornos bien definidos, hasta la crisis política del 15 de octubre de 1979, cuando se produce el último golpe de Estado en la historia contemporánea de El Salvador. Desde los años cincuenta hasta el cierre de los años setenta, no hubo en El Salvador una subordinación de la fuerza a la ley o, cuando menos, un equilibrio entre ellas, sino un sometimiento de la ley a la fuerza.
Los militares tenían la fuerza –es decir, el poder de las armas—, desde la cual no sólo podían hacer con la ley lo que les viniera en gana, sino pisotearla cuando lo estimaran pertinente. De tal modo que el supuesto fundamental del Estado de derecho –el imperio de la ley y la sujeción de todos los miembros de la sociedad a la misma— no tenía vigencia en un esquema de convivencia en el cual un sector del país tenía a su disposición un recurso que le permitía ponerse por encima de la ley. Con los militares no aplicaba en lo absoluto el principio de dura lex, sed lex, porque ellos estaban más allá de la ley cada vez que esta se les tenía que aplicar. Esto fue particularmente claro en la década de los años setenta, cuando la violación a los preceptos fundamentales de la Constitución –así como de normas internacionales de derechos humanos— fue obra de los cuerpos militares del Estado, a los cuales fue imposible someter al imperio de la ley.
En suma, el proyecto de desarrollo nacional impulsado por Osorio adquirió su perfil propio a medida que el gobierno fue concretando sus propuestas. Para la puesta en marcha del mismo, el Estado tuvo que asumir una función más activa en materia económica –inversiones, subsidios industriales, control de precios, créditos para los pequeños empresarios, diversificación agrícola— y en materia social –aplicación de la legislación laboral, extensión de la educación pública, creación de instituciones que aseguraran el bienestar social básico1—. El sucesor de Osorio, el teniente coronel José María Lemus (1956-1960), quiso continuar con su proyecto. En efecto, Lemus –electo como candidato del partido de los militares, el PRUD2— trató de profundizar las reformas iniciadas por Osorio, al tiempo que quiso ser más tolerante en el plano político.
En este sentido, permitió el regreso al país de todos los exiliados, prometió el respeto a los derechos individuales y colectivos, y derogó a la Ley de Defensa del Orden Democrático y Constitucional, de claro corte antidemocrático. Esta relativa tolerancia del nuevo gobierno alentó la actividad organizativa sindical y política, a lo cual se añadió tanto el empeoramiento de la situación económica, debido al ciclo depresivo de la economía mundial, como el impacto de la revolución cubana de 1959 en el ámbito universitario3.
Obviamente, el gobierno de Lemus no estaba dispuesto a verse desbordado por las movilizaciones sindicales, estudiantiles y de distintos sectores de la clase media, proclives a radicalizarse en sus demandas. El año de 1959 fue particularmente difícil para Lemus. Las expectativas oficiales de avanzar hacia un proceso de integración centroamericana –auspiciado por EEUU— no se correspondían con un país en el que se vivía un clima de efervescencia en contra del gobierno. Mientras un grupo de militares cercanos a Osorio conspiraban desde el “PRUD-Auténtico”, los comunistas impulsaban una doble estrategia: por un lado, alentaban la creación de una amplia alianza democrática, concretada en el Movimiento Revolucionario Abril y Mayo (PRAM) y, por otro, trabajaban en la formación de cuadros militares que posteriormente (en 1961) darían vida al Frente Unido de Acción Revolucionaria (FUAR). Distintos grupos comenzaron a “plantear la necesidad de que se celebrasen elecciones verdaderamente libres, que los civiles sustituyeran a los militares en el gobierno y los distintos cargos públicos como las gobernaciones departamentales y los puestos diplomáticos, y que se realizara una reforma agraria radical”4.
El reformismo y la apertura tenían unos costos que Lemus no estaba dispuesto a asumir. Así, el gobierno se endureció: disolvió por la fuerza las concentraciones populares, el 2 de septiembre de 1960 asaltó la Universidad Nacional y decretó Estado de sitio. La violencia con la que se asaltó la Universidad Nacional es reveladora del endurecimiento del gobierno.
“El 2 de septiembre de 1960 –relata Juan Mario Castellanos— los partidos políticos opositores salvadoreños, la AGEUS y las dirigencias de los sindicatos comunistas trataron de realizar una concentración masiva de protesta en San Salvador, primero en el parque Libertad y luego en frente al predio que había ocupado el edificio central de la Universidad de El Salvador. Algunos estudiantes y manifestantes vociferaron consignas injuriosas contra Lemus, su familia y el gobierno militar. Fueron reprimidos por la Policía uniformada y de civil con bombas lacrimógenas y disparos de armas de fuego. Grupos de estudiantes y profesores buscaron refugio en las oficinas centrales de la Universidad, ubicadas de manera provisional en el antiguo edificio del antiguo Sagrado Corazón… Las instalaciones fueron allanadas por la Policía, vejándose de manera bárbara a estudiantes, empleados y autoridades académicas. El rector, Dr. Napoleón Rodríguez Ruiz, el secretario Dr. Cuéllar Milla y el tesorero del máximo centro de estudios resultaron con golpes y fracturas. El empleado de la librería universitaria, Mauricio Esquivel, murió a consecuencia de los golpes recibidos en una de las bartolinas de la Policía”5.
Este proceder del gobierno generó un movimiento de resistencia aglutinado en torno al Frente Nacional de Orientación Cívica, formado por partidos políticos de oposición, asociaciones estudiantiles y sindicatos. El Frente Nacional de Orientación Cívica preparó y ejecutó el golpe de Estado del 26 de octubre de 1960 en contra de Lemus; el golpe dio lugar a la instalación de una Junta de Gobierno, integrada por civiles y militares 6, que se mantuvo en el poder hasta el 6 de febrero de 1961. Un aire democratizador se hizo sentir en el país, con la junta instalada a partir del golpe de Estado del 26 de octubre, pues la misma pretendía restablecer la legalidad y promover un proceso democrático y constitucional que desembocaría en un evento electoral libre7.
El sector moderado y democrático de la Fuerza Armada intentaba propiciar los cambios políticos que amplios sectores sociales demandaban con urgencia. Pero solo se trató de un intento, ya que el proyecto que recién se iniciaba fue abortado cuando la Junta fue derrocada con otro golpe de Estado, efectuado el 6 de febrero de 1961, que llevó a la instauración del Directorio Cívico Militar8, fuertemente influido por el gobierno de Estados Unidos, que, bajo el mandato de J. F. Kennedy, promovía en América Latina reformas encaminadas a contener el avance la revolución cubana. La Junta de Gobierno derrocada pretendía realizar una reforma política que potenciara el avance de la democracia; el Directorio Cívico Militar, al tiempo que buscaba consolidar el poder militar sobre el Estado, pretendía realizar reformas económicas y sociales que estuvieran en sintonía con la Alianza para el Progreso promovida por el gobierno de Washington.
Entre las medidas más importantes, destacan las destinadas a la protección de los recursos naturales, el fomento de la agricultura9 y el mejoramiento de los ingresos del campesinado; el incremento de las fuentes de trabajo, la defensa de las entidades públicas10 , construcción de viviendas para campesinos, obreros y empleados; la reducción en el pago de los alquileres y la extensión de servicios médicos a toda la nación. La proclama del Directorio Cívico Militar recoge esas y otras medidas, todas ellas anunciadas como expresión del compromiso de la Fuerza Armada en aliviar la grave situación económica de los sectores laborales populares. Obviamente, en materia económica, un objetivo central del nuevo gobierno era establecer “nuevas fuentes de producción y mejorar el nivel de producción de la República” 11.
El otro objetivo importante era consolidar la hegemonía del estamento militar sobre el conjunto de la sociedad, lo cual pasa por una mayor institucionalización de los mecanismos de conducción política. El PRUD había marcado un primer paso en la dirección de dotar a los militares de un aparato partidario que facilitara la transmisión del mando presidencial, sin mayores crispaciones. El experimento no había funcionado, porque las discordias habían sido más fuertes que el consenso requerido para que una instancia partidaria como esa funcionara. En 1961, con el Directorio Cívico Militar, se abre la posibilidad de relanzar de nuevo la idea de un proyecto partidario; y, así, en septiembre de ese año, se crea el Partido de Conciliación Nacional (PCN), que desde ese momento se convierte en el mecanismo de transmisión del mando presidencial de un militar a otro, siguiendo la formalidad de un juego electoral competitivo y abierto a las distintas corrientes políticas e ideológicas –salvo la comunista, que fue declarada ilegal desde la época de Maximiliano Hernández Martínez—.
1. Cfr., K. Griffith y L. A. González, “Notas sobre la ‘autonomía’ del Estado. El caso de El Salvador”. En R. Cardenal y L. A. González, El Salvador: la transición y sus problemas. San Salvador, UCA Editores, 2002, p. 66.
2. Cfr., J. M. Castellanos, El Salvador 1930-1960…, pp. 251 y ss.
3. Cfr., “Golpes de Estado y poder militar (1944-1979)”. Enciclopedia El Salvador 2. Barcelona, Océano, p. 292.
4. Cfr., J. M. Castellanos, El Salvador 1930-1960…, p. 280.
5. Ibíd., p. 282.
6. Dr. Fortín Magaña, Dr. Fabio Castillo, Dr. Ricardo Fallas, Cnel. César Yanes Urías, Tcnel. Miguel Angel Castillo y mayor Rubén Alonso Rosales.
7.“Golpes de Estado y poder militar (1944-1979)”. Enciclopedia…, p. 293.
8. Integrado por los coroneles Anibal Portillo, Julio Adalberto Ribera y Mariano Castro Morán, y los doctores Feliciano Avelar, José Antonio Rodríguez Porth y José Francisco Valiente.
9. Decretos Legislativos No. 471 y No. 229.
10. Decreto Legislativo No. 249.
11. Cfr., “Proclama de la Fuerza Armada al pueblo salvadoreño”, 6 de febrero de 1961.