Luis Armando González
Los temores de los firmantes del documento citado se verían confirmados a lo largo de los dos años siguientes. La violencia estatal y paramilitar se vio multiplicada, a la par que se multiplicaban las violaciones a los derechos humanos a manos de agentes del Estado. El país se vio sumergido en una “espiral de violencia” pues, a medida que desde el aparato estatal se acrecentaba la represión, en esa medida en el movimiento popular y en los grupos político-militares se afianzaba el convencimiento de que solo con una violencia de tipo revolucionario se podían realizar los cambios políticos, económicos y sociales que el país necesitaba para ser más inclusivo, justo y democrático.
Las cárceles se comenzaron a llenar de presos políticos, a quienes se aplicaban crueles torturas; la persecución política se puso a la orden del día; las desapariciones y los asesinatos de dirigentes obreros, campesinos, religiosos y religiosas, estudiantes y profesionales se fueron volviendo parte de la cotidianidad. Hay una clara expresión de violencia estatal, contraria a los derechos constitucionales y a los derechos humanos fundamentales. Hay también una violencia paramilitar, ejercida por escuadrones de la muerte, que es tolerada por el Estado. Y se tiene la violencia de las organizaciones populares y la violencia de los grupos político-militares. El Salvador de finales de los años setenta es un crisol de múltiples violencias, que van dejando conmoción, caos y muerte a su paso.
Un foco central de violencia es el Estado militarizado, que ha sido desbordado por el movimiento social organizado y por la actividad de los grupos armados de izquierda. A estas alturas, sobre todo desde que entra en vigencia la “Ley de Defensa y Garantía del Orden Público” el orden institucional-constitucional establecido ha colapsado. Todo está en manos, con una casi total discrecionalidad, del presidente de la República y los aparatos de coerción que dependen de su voluntad. Al cierre de 1979, el régimen político salvadoreño está muy cerca de ser una dictadura militar al estilo de las implantadas en otros países latinoamericanos entre 1964 y 1976. Y, si en la instauración y desarrollo del Estado militarizado, el republicanismo democrático –con lo que el mismo supone de imperio de la Ley, separación e independencia de poderes y revocación libre y secreta de mandatos por votación popular—, ha sido una ficción, en el marco dictatorial en el que gobierna el general Romero el republicanismo democrático no solo es una ficción, sino que, mucho de lo que se hace desde el Estado, va absolutamente en contra de aquel.
Por eso, las instancias que más resienten el deterioro político-institucional son la Asamblea Legislativa y el Poder Judicial que, de ser unos acompañantes casi fieles del poder militar, se convierten en cómplices de las aberraciones jurídicas y las prácticas represivas del gobierno del general Romero. En este contexto que cobran sentido las críticas de Monseñor Oscar A. Romero al sistema judicial, a propósito del cual el prelado católico denuncia el “mal social” enraizado en sus instituciones y procedimientos. Monseñor Romero fue particularmente sensible a la violación permanente del recurso de exhibición personal (o habeas corpus) que distintos organismos de derechos humanos nacionales e internacionales interponían a favor de personas detenidas bajo la sospecha de ser integrantes o simpatizantes de organizaciones populares o de grupos político-militares. La denuncia de Monseñor Romero generó el reclamo hacia él por parte de la Corte Suprema de Justicia, un reclamo al cual el arzobispo respondió recordándole al Poder Judicial su responsabilidad en vigilar el cumplimiento de las leyes y denunciar el abuso que cometían los otros poderes del Estado1.
Era poco lo que el Poder Judicial podía hacer para hacer prevalecer la ley y controlar un poder militar y paramilitar que se desataba con ferocidad sobre todos aquellos que lo desafiaban. La espiral de violencia va en aumento y las salidas pacíficas a la crisis que está en marcha van siendo descartadas a favor de las salidas de fuerza.
En septiembre de 1979, un conjunto de organizaciones, entre las que destacan el Partido Comunista Salvadoreño (PCS), FAPU y LP-28, promueve un “Foro Popular”, en un intento de resolver el impase socio-político de El Salvador. El gobierno de Romero se niega a atender la opción abierta por el Foro Popular, otras organizaciones populares no se suman al esfuerzo, la represión no se detiene, los escuadrones de la muerte continúan operando… y en septiembre El Salvador está al borde del precipicio. Es en este marco que un grupo de militares jóvenes, en alianza con un grupo de civiles de trayectoria democrática, decide deponer, mediante un golpe de Estado, al general Romero.
El golpe se produce el 15 de octubre de 1979, dando lugar a la instauración de una Junta Revolucionaria de Gobierno (JRG), integrada por el entonces rector de la UCA Román Mayorga Quiroz, Mario Andino, Guillermo Manuel Ungo y los coroneles Adolfo Arnoldo Majano y Jaime Abdul Gutiérrez. En su proclama, los golpistas reconocen los males políticos de El Salvador –fraudes, resistencia al cambio, caos económico y social, violencia, falta de democracia— y proponen un conjunto de medidas que, a su juicio, sacarán al país del atolladero en el que se encuentra: cese a la violencia y la corrupción, lo cual supone disolver ORDEN y combatir a las organizaciones extremistas que violan los derechos humanos; erradicar prácticas corruptas en la administración pública y de la justicia; garantizar el respeto de los derechos humanos; crear un clima para convocar a elecciones libres; permitir el pluralismo ideológico, de forma que se fortalezca la democracia; reconocer el derecho de sindicalización; adoptar medidas que lleven a una mejor distribución de la riqueza; crear las bases para un proceso de reforma agraria; impulsar reformas en el sector financiero; y garantizar el derecho a la vivienda2.
Algunos sectores del país son optimistas con el arribo al poder de esta Junta Revolucionaria de Gobierno. Fue el caso de Monseñor Romero, quien vio en la Junta la posibilidad de abordar el tema de los reos políticos y las personas desaparecidas. Más aún, esta coyuntura le permite a Monseñor Romero desafiar a la Corte Suprema de Justicia para que cumpla con su compromiso, plasmado en un pronunciamiento suyo, de garantizar los derechos humanos reconocidos universalmente. Dijo Monseñor Romero: “la Corte Suprema de Justicia tiene aquí un reto ya manifestado en un pronunciamiento, su propósito de garantizar los derechos humanos reconocidos universalmente. Da esperanza escuchar en su pronunciamiento estas palabras: ‘Exhorta a los funcionarios del Poder Judicial a cumplir con la debida responsabilidad las obligaciones que sus cargos les imponen, especialmente la de impartir pronta y cumplida justicia y conservar con las partes relacionadas un mutuo respeto, y hacer cumplir las normas que regulen la conducta que debe observarse en los tribunales de justicia’. Excita también la Corte Suprema a los abogados para que en el ejercicio de su profesión coadyuven a una sana, pronta y eficaz administración de justicia, contribuyendo así al prestigio del Poder Judicial, que lamentablemente había estado muchas veces por el suelo como lo dijimos muchas veces aquí”3.
En un ambiente de mayor estabilidad socio-política –y de menos violencia política emanada de los cuerpos de seguridad y los escuadrones de la muerte— la Junta Revolucionaria de Gobierno quizá hubiera podido avanzar en sus propósitos reformistas. Pero los dinamismos del país apuntaban en otra dirección: en la dirección de un desenlace sangriento. La Junta se vio atrapada en la espiral de violencia, el terrorismo de Estado y la radicalización de las organizaciones de izquierda. El proyecto reformista no pudo desligarse de la violencia militar y paramilitar que, en una tendencia creciente, comenzaba a dejar un reguero de cadáveres a lo largo y ancho del país. La opción revolucionaria se abría paso con fuerza en el seno del movimiento popular y guerrillero, dando lugar esa opción a un proceso de unificación de esfuerzos que alcanzó sus mejores momentos en 1980. En mayo de ese año se creó la Dirección Revolucionaria Unificada Político-Militar (DRU-PM), que en octubre del mismo año se convertiría en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), integrado por las FPL, el PRS-ERP, el PCS-FAL, las FARN y el PRTC. También en mayo se creó la Coordinadora Revolucionaria de Masas (CRM); en abril se había constituido el Frente Democrático Revolucionario (FDR), al cual se integra, junto con otras organizaciones democráticas y populares, la CRM4.
1 Cfr., Homilía en la fiesta de Pentecostés, 14 de mayo de 1978.
2 Cfr., “Proclama de la Fuerza Armada”. San Salvador, 15 de octubre de 1979.
3 Monseñor Oscar A, Romero, “La esperanza cristiana clave y fuerza de nuestra liberación”, 18 de noviembre de 1979. En Mons. Oscar A. Romero. Su pensamiento. San Salvador, Arzobispado de San Salvador, 2000, p. 459.
4 Cfr., US Department of State, “El Salvador: revolution or reform?” En Current Policy, No. 546, febrero de 1984. L. A. González, Izquierda y cristianismo en El Salvador, 1970-1992…pp. 203 y ss.