Por Carlos Bucio Borja
Hace poco visitó El Salvador en una misión imperial el señor Marco Rubio, procónsul —perdón, secretario del Departamento de Estado— del actual gobierno de los Estados Unidos, Donald J. Trump. En la residencia presidencial de Coatepeque, una de las propiedades del Estado salvadoreño y no del reyezuelo de turno, Rubio fue recibido como en la finca de un rey vasallo frente al procónsul del nuevo emperador yanqui por parte de Nayib Bukele, presidente de facto de nuestra república bananera.
Independientemente de que Rubio viniera a establecer los lineamientos de la nueva doctrina imperial para Centroamérica, o de que Bukele tuviera necesidad —los pecadillos que, en estas circunstancias históricas, enturbian un tanto, en medio del estupor del poder, al reyezuelo vasallo, en particular su relación con el Crook y sus bufones desechables, Carlos Marroquín y Osiris Luna, y en realidad otros tantos de sus cortesanos—, y la posibilidad de ofrecimientos y otros pecadillos que también pudieran satisfacer al emperador Trump, la visita y recorrido de Rubio por Centroamérica fue una misión imperial para un nuevo programa imperial.
Desde su inserción en el sistema capitalista mundial —durante el desarrollo de la bonanza cafetalera hacia la década de 1880—, El Salvador se incorporó a este como una república bananera, a pesar de las recurrentes expresiones de resistencia entre intelectuales, e incluso entre políticos burgueses y hasta presidentes liberales burgueses.
La preeminencia de las dinámicas bananeras sobre la dignidad y la soberanía se ha debido al carácter imperial del capitalismo en su etapa de aceleración industrial, a pesar de sus recurrentes crisis, las cuales coinciden con Estados nacionales gobernados de manera patrimonialista por las oligarquías de turno. La oligarquía bukeleana y su complejo círculo de cortesanos en los tres poderes del Estado, así como en algunos sectores empresariales e incluso entre algunos líderes sindicalistas y excuadros revolucionarios arribistas y lamebotas, no es la excepción.
Nuestra terrible, apasionada y sangrienta guerra civil, en las postrimerías del siglo XX —el período más trascendental de la historia salvadoreña, a la par de la Independencia centroamericana y el nacimiento de la primera República—, además de la búsqueda de justicia social e histórica a través del Socialismo por parte de los revolucionarios, también fue el resultado de décadas de entrelazamiento entre el imperialismo yanqui, el bananerismo y la oligarquía local. El 16 de enero de 1992, no obtuvimos Socialismo, pero conquistamos una democracia burguesa que, a pesar de todos sus defectos —incluyendo la “changonetería” e incluso actos de corrupción del FMLN electoral—, nos constituyó durante treinta y un años en la democracia más avanzada de Centroamérica, junto a Costa Rica. E
n efecto, los Acuerdos de Chapultepec prometieron y parecieron habernos liberado del bananerismo. No haber fortalecido más nuestras instituciones y no haber desarrollado una mayor densidad estratégica, tanto en la gobernanza como en la legislación de políticas públicas, así como en el desarrollo de cuadros mejor formados y auténticamente comprometidos con el ideario y programa ilustrado y revolucionario, nos condujo nuevamente al bananerismo bukeleano, sometido a los designios imperiales trumpistas que hoy nos aquejan.
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La próxima semana me explayaré más en los orígenes conceptuales e históricos del bananerismo y el imperialismo de cara al tecnofeudalismo imperante actualmente, sus implicaciones sociológicas e históricas, y esbozaré los retos de un nuevo proyecto libertario. Mientras tanto, nos vemos el próximo domingo 9 de febrero en el sandugueo frente a la BINAES, organizado por la juventud salvadoreña resistiendo contra la minería y por la vida.
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