Alberto Pocasangre,
Escritor
Suspiró profundo y de manera pausada mordió el caramelo que hacía ratos le daba vueltas en la boca. Se sentó de nuevo frente al listado amarillo de cuatrocientos trabajadores de los cuales había que despedir el diez por ciento para lograr nivelar los costos de producción y margen de ganancias que cada día bajaban, sobre todo desde que en Malasia se estaba haciendo maquilaría más barata y de la misma calidad; además el recién implementado TLC dejaba en franca desventaja a las empresas de este rubro con un futuro poco favorable. Ya Eduardo Ruiz había liquidado a treinta y nueve empleados: treinta y cinco de la sección de corte y costura de cuellos y mangas y cuatro supervisores. No fue difícil, primero porque era una sección sobresaturada y segundo, porque en sus diez años como jefe de personal estaba acostumbrado a contratar y despedir, aunque en los últimos días era más frecuente despedir. El problema se le vino encima cuando ya no halló a quien liquidar pues se estaba quedando con lo netamente necesario; así que decidió consultarlo con el ingeniero Augusto Rivera, su jefe y socio fundador.
Caminó por el pasillo oscuro donde era notorio el ruido constante y rasposo de un ratón royendo madera. Tras las paredes, la maquinaria sonaba incansable y se podía escuchar las risas claras de mujeres que charlaban mientras cosían y cosían sin descanso bajo la mirada atenta y clínica de los supervisores que hasta les calculaban el tiempo para ir al baño dos veces al día. Las risas eran diferentes a las de siempre: eran risas nerviosas, con diálogos sobre cualquier tema: la novela, el hijo enfermo, las notas en la escuela, la compañera que estaba embarazada, y el «fíjate niña que dicen que… » pero ninguna quería abordar directamente el tema que a todas preocupaba: los despidos.
* * *
Eduardo llegó a la oficina del ingeniero Rivera, tocó y sin esperar, entró.
Don Augusto era un cuarentón de ojillos pegados y sagaces, azules y profundos que llevaba siempre bajo el mostacho una sonrisa agradable y picarona. Medía casi dos metros y tenía fama de mujerero. Eduardo, con su uno sesenta de estatura y sus ciento veinte libras clavó los ojos de búho en don Augusto y sin siquiera saludar le espetó el problema que tenía:
— Augusto, no sé qué hacer. Ya reduje la nómina lo más que pude, pero no logro concretar… —. A Eduardo le encantaba hablar en términos obscuros y abstractos — Es imperioso completarlo hoy. Ya eliminé lo que pude… —. Y se quedó con los labios en la posición de la última sílaba pronunciada, como queriéndola alargar, con un gesto muy suyo y que lo hacía desagradable para los que lo veían por primera vez.
Don Augusto, frunciendo la frente como quien hace un esfuerzo titánico para pensar, respondió con su vozarrón:
— ¿Y qué pensás hacer?
—…Bueno… — respondió indeciso Eduardo — creo que lo mejor es quitar a uno de los supervisores de planta, pues tenemos cinco y, calculando, podemos salir bien con cuatro: dos de día y dos de noche… el problema es que no hallo a quien remover… —. Y leyó en voz alta un papel amarillento que tenía en un cartapacio: Carlos Rodríguez, Luisa Vásquez, Alberto Velasco, Mario Reyes y Claudia Palacios…. —. Después pareció confuso, pues se dio cuenta que los nombres no importaban a alguien como don Augusto y que decirlos era tonto… Don Augusto no pareció notar que Eduardo se cortaba y replicó como quien pregunta la hora:
— ¿Y a quién quitamos? — Y ante el desconcierto y duda del otro continuó — ¡Eliminación muchacho, eliminación! Cuando tengás dudas de qué escoger, siempre decidí qué no escoger —. Y se rió con su risa bonachona y pícara.
Eduardo miró un rato tras los cristales sucios de la ventana los autos que pasaban veloces sobre la autopista de la zona franca, suspiró de nuevo y lamentó no tener un caramelo para masticar, después se volvió a don Augusto diciendo, casi molesto:
— Alberto Velasco y Luisa Vásquez ya tienen más de veinte años de estar en la empresa y echarlos es tener que darles un platal de indemnización. Ese lujo no podemos pagarlo. Mario Reyes viene recomendado por el Gerente General y dígame usted si puedo despedirlo. Así que me quedo con dos: Carlos Rodríguez y Claudia Palacios. Rodríguez es más antiguo de estar con nosotros pero ella es más inteligente y trabajadora. Las empleadas la quieren y su sección no tiene ningún problema en cuotas de producción. Es más, aunque entró como costurera, en menos de un año se ganó el puesto de supervisora… pero… no sé…
— Vaya, — dijo don Augusto pasándose una manaza peluda por la frente — te voy a ayudar, traé los expedientes de los dos.
Eduardo salió y al rato estaba de vuelta con los expedientes.
— Te hablo después… es hora de meditar y tomar decisiones serias… — dijo don Augusto.
Al marcharse Eduardo, don Augusto señaló una a una las carpetas diciendo «de tín marín de don pingüé… » y soltó una risotada con sadismo….. «que… ella… fue! » dijo señalando la carpeta de Carlos Rodríguez.
— Bueno, que se vaya éste…. —. Pero por curiosidad abrió la carpeta y leyó el expediente de Rodríguez.
— ¡Ah, — dijo don Augusto — si este Carlos es el buenazo de don Carlitos!
Carlos Rodríguez era un borrachín de primera, quien por tradición llegaba una hora tarde todos los lunes, con mareos, dolores de cabeza y a punto de morir de la resaca producida por un fin de semana de aventura. Sus compañeros le apodaban «el fantasma» porque los viernes desaparecía exactamente a las cuatro de la tarde. No llegaba los sábados y en las fiestas de la empresa era el encargado de hacer el ridículo,
— ¡Este es aquel loco que cuando bebe, hasta ruso habla! — pensó don Augusto. Se rió un buen rato de su propia ocurrencia hasta que se le llenaron los ojos de lágrimas cristalinas de viejo pícaro y bonachón. Después tomó el expediente de Claudia Palacios y leyó algunos datos: «vive en tal parte, tiene un niño de tres años, ella tiene veinte y dos, es soltera, entró como costurera aunque había pasado el examen para ser secretaria, hizo un buen bachillerato, buenas notas, buena conducta, subió bien rápido a ser supervisora, tiene permiso para estudiar Administración de Empresas los sábados…bla, bla, bla… » Ya se decidía por echar al buenazo de Carlitos, cuando vio la fotografía de Claudia Palacios en el expediente. Un movimiento involuntario y visceral se apoderó de don Augusto.
— ¡Si es esta hija de…! — y no pudo terminar la frase por la ira que le nublaba los ojos. Estuvo a punto de gritar, furioso, pero se contuvo. Respiraba como quien ha parado de golpe en una loca fuga y su enorme pecho levantaba extrañamente el saco y la corbata; de repente le quedaba chico el cuello de la camisa y tuvo que aflojárselo. Sí, era esa misma Claudia, era la misma que lo veía con frialdad desde la foto del expediente, con esos sus ojazos inexpresivos pero luminosos.
Don Augusto se acordaba de todo. De todo.
Recordó el día que se le ocurrió dar aventón a aquella muchacha. Ya había hecho sus pesquisas: la doctora Martínez, ginecóloga de la fábrica, conociendo el pasatiempo de don Augusto de enamorar y divertirse con las empleadas de la maquila, lo tenía bien al tanto de la vida de cada una, así se congraciaba con él y mantenía asegurado su puesto y al enorme don Augusto entretenido en otros territorios y no correteándola. Por la doctora Martínez sabía él cuáles de las empleadas después de salir del turno de la tarde se iban al Parque Bolívar a venderse por tres dólares a los vagos de la zona para complementar el exiguo salario que recibían en la fábrica; sabía cuales estaban enfermas y cuales eran presa fácil. Cuando la doctora le habló de una nueva empleada que había solicitado el puesto de secretaria, pero que no se le pudo dar más que el de costurera, se abalanzó a la oficina de contratación donde un gran amigo suyo se encargaba de las «nuevas adquisiciones» como él mismo decía. Después de leer el currículo, preguntó por qué una muchacha tan eficaz y que había pasado excelentemente el examen no era aceptada como secretaria.
— ¡No, hombre, — le dijo el encargado de contrataciones — esa chamaca no tiene ni buenas piernas!… Bien sabés que para este puesto se necesita presentación — agregó guiñando un ojo y haciendo una seña vulgar con la mano…
Supo también — por la doctora — que Claudia Palacios tenía un pequeño, fruto de un amorío frustrado con un joven de buena posición social pero que no tenía ganas de hacerla de papá, y así como había aparecido había desaparecido del mapa. Los padres de la muchacha, al saberla en estado, la echaron y rodó de casa de parientes a amigas hasta que al fin logró instalarse en un mesón donde vivía sola con su niño. Mientras trabajaba, la dueña del mesón le cuidaba al pequeño por una módica suma y Claudia había manejado tan bien su situación que hasta estudiaba los sábados una Licenciatura en Administración de Empresas… todo esto se lo contó la doctora Martínez de manera romántica y queriendo trasmitirle al picarón de don Augusto una simpatía sana por la muchacha, pero él, lo único que sacaba en claro era que «mujer sola, fácil abordaje» y con esto en mente pasó a los hechos: Un viernes en que Claudia salía a las nueve de la noche, don Augusto, nervioso y excitado, no por los atributos físicos de la joven (a la que todos consideraban bastante fea, pero admitiéndole que tenía unos bellos ojos), sino por el placer de la cacería, le atravesó el vehículo y le dijo con el tono más inocente del mundo:
— ¡Hola! ¿No quiere que la pase dejando por su casa?
Y ella, sin malicia y volviendo hacia él sus ojos hermosos:
— No Ingeniero Rivera, voy muy lejos…
— Si quiere la llevo hasta el centro — siguió el lobo — y de ahí le va a quedar más cerca.
La muchacha lo pensó. La verdad era que Paquito había estado mal de salud y entre más rápido llegara a la casa, mejor.
— Vaya pues, gracias —. Y subió al carro.
En el camino, platicando de cualquier cosa, don Augusto comenzó a ponerse frenético y colorado. Se sentía como si hubiera tomado un par de vodkas: mareado y un temblor incontrolable en las manos que ella no parecía notar, los ojos se le nublaban y bajo el jeans y el cinturón de seguridad percibió una erección imparable. El corazón latía con violencia y buscaba ávido un motel en donde entrar. Pensó en que ya era hora de endulzarle el oído a la chica y la miró de reojo… la verdad que estaba fea. Fea con ganas. Y regordeta. Y se notaba que no tenía intenciones de gustarle ni a él ni a nadie… pero tenía unos ojazos húmedos y bellos que reflejaban una pureza de alma para la que don Augusto ya no estaba. Él quería una mujer para un rato, no una novia de poesía y aunque estaba horrible, lo atrayente era encontrar, perseguir, cercar y matar a la presa. Comérsela un poco y luego dejarla a los otros lobos… «¿A dónde vas caperucita…?» pensó don Augusto e imaginó a Claudia diciendo «¡Qué dientes más grandes tienes!» Y se rió morboso. De pronto, como la cosa más natural, puso su mano en la pierna de la joven y siguió hablando sin saber qué cosas decir, cada vez más entusiasmado y con un mareo subiéndole a la cabeza en torrentes de sangre caliente y palpitante… Claudia le dijo, asustada:
— ¡Ingeniero Rivera, sé de su fama en la fábrica, pero la verdad yo no soy de esas, por favor pare el carro o me voy a tirar! —. Los hermosos ojos brillaban tan intensamente que don Augusto, acostumbrado a que siempre le dijeran «sí», se cortó del todo y no supo más que parar el vehículo.
Claudia bajó y don Augusto, desde entonces, buscó por todos los medios evitarla… ¡y qué casualidad encontrarse hoy con la alternativa de desquitarse! ¡¿Cómo era posible que esa tonta lo despreciara a él, sí a él, el Don Juan, el siempre avanti don Augusto?! ¡Si hasta se había dado el deleite de ser él quien despreciara mujeres de variadas cataduras y se riera en la cara de todas! Y venía esta muchachita que sin aspavientos ni escenas le había parado en seco dejándole un terrible dolor de cabeza y una vergüenza que jamás le contó ni a sus mejores confidentes. Quizá Claudia no dijo a nadie lo sucedido pues no se escuchó en la maquila ningún comentario y bien sabido es que «en pueblo chico…» pero no hubo la menor señal de saberse algo. Don Augusto poco a poco recobró valor y siguió en las andanzas. De eso hacía año y medio. Y aquí estaba ésa, en sus manos…
— Dios debe ser hombre… — pensó en voz alta — ¿Qué hago? ¿La busco y le cambio el trabajo por un buen rato?… No, — se dijo, recordando el fuego que vio en aquellos ojos — es capaz de mandarme al carajo otra vez… — En sus palabras sólo había cólera… pero por dentro la admiraba y hubiera querido decírselo, pues ninguna había rechazado sus pretensiones, ya fuera por gusto propio o por la necesidad del trabajo, pero ninguna le mostró esa entereza.
Además, Eduardo le habló bien de ella…
Sentía que se estaba apaciguando algo en él, una especie de bestia que tenía dentro… una animal feroz que razonaba por vez primera… y una ráfaga de alivio tocó cada una de sus fibras… y sintió un escalofrío agradable, como el que sentía cuando una mujer caía en sus trampas… entonces recordó su frustración y el deseo que no satisfizo y la rabia volvió, una rabia que le nublaba la vista y se parecía a lo que le embargara el día fatídico, sólo que ahora quedaba nada más el temblor de las manos y la respiración entrecortada con las palpitaciones de sangre en el cerebro. No había placer, ni promesa de tenerlo… ¿O sí?
* * *
Eduardo tocó y entró como siempre sin esperar respuesta. Se plantó frente a don Augusto:
— ¿Ya decidió?
— Sí. He tenido que hacer un análisis profundo de ambos casos y creo que debemos quitar a Claudia Palacios… — Y su rostro pareció arrepentirse inmediatamente de lo dicho.
— ¡¿Por qué?! — Protestó Eduardo — ¡si es una excelente trabajadora, se está superando y Carlos Rodríguez es un borracho que hasta llueve los lunes que viene a trabajar!
— Si… — don Augusto recuperó su aplomo — pero tengo varias razones: primero, don Carlos Rodríguez es un fiel trabajador de nuestra empresa; segundo, tiene más años que Claudia de estar acá; tercero, como hombre, tiene una familia que mantener, él es el sostén…. — se detuvo un rato y mirando a través de los cristales sucios la luz mortecina de la tarde continuó acalorándose a cada palabra —. Y la Claudia esa, apenas tiene un par de años de estar acá; además, he visto en su expediente que no viene los sábados por ir a la universidad…
— Yo le he dado permiso… — interrumpió molesto Eduardo —. También Carlos Rodríguez falta los sábados y no porque esté estudiando…
Don Augusto hizo un gesto de desgano y siguió
—…Esperate que termine… como decía, no viene los sábados por estudiar ¿crees que cuando se gradúe se va a quedar con nosotros? ¡Un mejor puesto no le podemos dar, así que nos deja después de prosperar robándole tiempo a la fábrica!
Eduardo quiso decir algo pero no pudo, ya don Augusto estaba entre verde y rojo, temblando como poseso
—…Y si se queda, o nos pide aumento (cosa que no podemos darle) o viene con ideas raras de sindicatos y toda esa porquería que ven ahora en las universidades. Además, si sale panzona hay que darle tres meses de descanso y el borracho sólo nos hace perder los lunes… en pocas palabras, Eduardito, ¡a ella que la mantenga el marido…! el otro tiene que cuidar a sus hijos… no podemos echarlo —. Y se quedó respirando con dificultad, con los ojos inyectados de pura furia y desesperación.
Eduardo cogió el fólder y dijo entre dientes:
—…Está bueno… hoy le digo al contador que la liquide… — Y abrió la puerta de la oficina…
Don Augusto, queriendo parecer buen jefe o desahogar algo horrible e inexplicable que le oprimía la garganta le retuvo
—…Y no sólo eso….
De pronto quiso decirle a su amigo la vergüenza que le mataba, lo malo que había hecho, como se había querido aprovechar de la joven y de lo miserable que se sentía vengarse así de ella, revelarle su escabroso secreto y si era posible, llorar como un niño culpable sobre el hombro de Eduardo para sentir un poco de paz, que ya se le iba de las manos, para que Eduardo evitara que volviera a hacer una maldad… Pero otra vez recordó el rechazo, la pureza de la joven que le enfurecía entre peor se representaba a sí mismo y el estupor mezclado con su mareo y la acción frustrada… se llenó de ira y gritó estúpidamente:
— ¡Además está muy fea!
Eduardo le miró consternado y cerró de un portazo.
Don Augusto se quedó a solas.
Miró a través de los vidrios sucios de la ventana la oscuridad que envolvía las calles…
— La verdad — dijo en voz alta — es una mujer maravillosa.
Y cerró los ojos, avergonzado.
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