EL SENDERO QUE HABITA LA TARDE
Por Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y editor Suplemento Tres mil
Aquella tarde cuando el parque era un páramo y no había señas de que habrían senderos y que la hierba iba a rodear ese inmenso almendro de río, procuramos tomar de su falda a la tarde. Sentados ahí, cubriendo de sombra las pocas mesas de cemento no alcanzaba a ver que la vida era más ancha y larga que los días.
Me levantaba y salía a bordear las calles, a repasarlas y a encontrarme en ese andar.
He caminado mucho desde ese entonces, y aunque me canso sigo andando. Pero esa tarde estábamos Carlos Santos y yo, agotando las horas.
En donde habita el tiempo.
Carlos hablaba quedo, como si forzara hacia dentro la palabra tras darle un jalón al cigarro, y sonreía exageradamente, pero con brevedad. Ese poeta con la camisa desabotonada y el pelo largo y rizado que asemejaba un nido al que se le desprenden tiras, era el más grande gurú que me había encontrado, aunque muchos compartieron conocimientos y lecturas, resultaba más espontáneo y rebelde. Es probable que eso nos llevara a seguirlo, creer ciegamente que tenía la razón absoluta, aunque con el tiempo nos diéramos cuenta que no era así. Claro que no nos enseñó mucho y cada vez que veo una hormiga verde me acuerdo de él, porque justo acá (en este parque) pasamos la tarde escuchando hablar al viento y procurando que el cenit durara tanto como el respiro. Ya no me acuerdo qué más hablamos ni que más dijo mientras encendía uno a uno sus cigarros y su boca hacía círculos como en una película de cine mudo.
La mente es así de discreta a veces y se guarda diálogos que hubiera sido fantástico retratar. Como esas tardes en su casa cuando compartíamos café frío e historias. Sólo sé que no surgió el poema o una lección, sin embargo quedó la estela de saber disfrazar el paso de las horas mientras el viento arrullaba como un caudal el cenit.