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El sueño de un imbécil (1)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

Soy un imbécil bien hecho o un ingenuo mal hecho, todo depende de la ideología desde la que me vean. Quienes no comparten mis sueños revolucionarios me llaman loco o utopista perdido, y para mi es igual de bueno lo uno y lo otro, porque se que los locos heredarán el reino de la utopía, un reino que construye su propia teoría sobre la base de teorías previas y de los hechos del momento. Sin embargo, que me digan utopista me agradaría más si no supiera que lo usan como sinónimo de imbécil. Pero ya no me encabrono y hasta me parecen patéticamente graciosos quienes me llaman así, incluso cuando al pasar junto a ellos se burlan de mí, me siguen pareciendo atrozmente simpáticos. A veces, por educación y solidaridad destructiva me dan ganas de hacerme burla a mí mismo. Aaahh, si no fuera por el pesar que siento cuando recuerdo los motivos de sus burlas. Lo único que me reconforta es que se que soy la nueva versión del tonto de la colina, uno de tantos, aunque eso solo lo entienden los fanáticos de los Beatles y del Che, lo cual parece un absurdo, mas no lo es.

Al principio me deprimía saber que me veían como un imbécil. Pero, en el fondo, más que un imbécil yo me creía un utopista, eso me quedó muy claro desde el miércoles 30 de julio de 1975… Ese día supe para qué había nacido y aprendí a deletrear la palabra “dictadura”. Tenía apenas 13 años. Ocho años más tarde me inscribí en la licenciatura en sociología en la universidad nacional. ¿Qué pasó? Pasó la vida en medio de la dictadura militar, y cuanto más estudiaba a Marx y a Lenin más seguro estaba de que había nacido para ser un utopista militante. En tal sentido, toda la sociología, a medida que me sumergía en su fascinante dédalo epistemológico, me parecía que había sido inventada para mostrarme la colina de los imbéciles y para hacerme entender que yo era uno de los que debían escalarla una y otra vez. Eso mismo, con palabras sacadas del sentido común, me hacía entender la vida política y la vida cotidiana -tan llenas, ambas, de traiciones y de fraudes ladinos-. Entre más me metía en los intersticios de la sociología de las insurrecciones utópicas, más cambiaba mi apariencia física y espiritual como fiel reflejo de mi estado de imbecilidad de cráter: la paranoia y la convicción peleando sin cuartel en el mundo de los pseudónimos. “Vladimir” fue mi último pseudónimo.

Pero desde que pasé el rito de iniciación de la juventud, y a pesar de ir tomando conciencia y dominio de mi enigmática cualidad, no se qué me llevó a sentirme en paz conmigo mismo.

De seguro fue la nostalgia forjando la indomable convicción de que el mundo podía ser imposiblemente distinto. De repente sentí que la férrea imposibilidad de cambiar las cosas era el criterio de autoridad y premisa para cambiarlas. Eso era algo así como creer que la sociedad ha cambiado de forma bestial sin haber cambiado ni un átomo y que todo es una febril ilusión del imaginario que está presente en todas las cosas y en todas las personas. Por tal razón dejé de enfadarme con la gente que se burla de mis delirios utópicos que florecen en los campos de fresas de las luchas populares. Esas reflexiones nacían incluso de las trivialidades más básicas, incluido el suicidio tangible que implicó haber tomado la opción de las armas. Qué bueno sería que con eso yo hubiera sido capaz de resolver algún problema del pueblo, pero no resolví ninguno. ¡Y eran y son millones de problemas! Ese sentimiento de culpa atroz me tiene en el calabozo de la utopía, porque sigo con la necia idea de que debo seguir tratando de resolver algún problema, al menos uno, pero la vida que resta es mucho más corta que la recorrida.

Ese sentimiento –el más humano de todos los sentimientos- me tomó del cuello después de los primeros tres años de firmada la paz. Todo sucedió en una noche tétrica, la más tétrica que puede describirse sin morir de desilusión o de miedo. Estaba viendo las últimas noticias del día, más o menos a las nueve, y cada una de esas noticias me llevó a la convicción de que estamos viviendo un tiempo macabro, marcado con sangre que brota por causas distintas a la guerra recién pasada, es cierto, pero, al fin sigue siendo sangre del pueblo. Ese día, desde las cinco de la tarde llovió a cantaradas, y la vulnerabilidad resucitó, por enésima vez, como una maldición siniestra que se desliza sobre los techos de los pobres. Y de súbito, a las once de la noche, dejó de llover, dejó de tronar y se empezó a sentir una humedad aterradora que era más densa y fría que la lluvia misma. En el ambiente se respiraba una suerte de vaho colonial que, como hilos de seda gris, salía de los empedrados de la calle y de la nostalgia tiritante de los callejones de la muerte, hilos que, desde la distancia, parecían diminutas medusas que amenazaban con abrazar todo lo que estuviera a su alcance.

En ese instante pensé que el único y efectivo antídoto eran las luces mortecinas de las lámparas del iluminado público que, estirando al máximo su luz amarilla, difuminaban el frío espeluznante y le daban un poco de tibieza a los corazones. De pronto me dije: “no puedo dejar de luchar, esto no ha terminado todavía”. Con esas palabras estaba retomando mi condición de utopista –o de imbécil, si esa palabra les gusta más- apenas abandonada en los meses en los que trataba de insertarme en la vida civil y rehacer mi cotidianidad.

Salí al jardín y pensé en las lámparas de la calle y, por instinto, miré hacia el cielo. La noche se hacía terriblemente más oscura a cada minuto, oscuridad que era rota con los relámpagos que, torpemente, querían convocar de nuevo a la lluvia y por los cuales se podían distinguir, nítidamente, unas nubes gordas y negras de formas inenarrables. En una pequeña cicatriz de la nube más grande pude ver, o imaginar, una estrella que, por largo rato, miré fijamente.

Esa estrella me arrastró hasta el suicidio que cometí en los años 70s, una idea que rondaba por mi mente cuando la conciencia hacía de las suyas en mi pecho.

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