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El sueño de un imbécil (2)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

La idea del suicidio, del mismo tipo del que hablaba Roque, me venía martillando la cabeza desde hacía meses y, no obstante haber hallado refugio espiritual en la familia, compré –ese mismo día- una soga de mártir de la conciencia y la amarré en la única viga del techo para tenerla lista cuando la necesitara. De esa forma, cada noche cuando regresaba de la universidad, pensaba que iba a suicidarme otra vez para luchar contra la ignominia, todo era cuestión de esperar el hecho detonante. Y entonces comprendí la ilusión óptica de la estrella cobró sentido, al menos en mi imaginario de imbécil.

Entré a la casa como si fuera un lugar ajeno. Vivo en una casa construida en los años 60, por cierto. Es austera y estrecha, lo cual redime con un jardín de tamaño aceptable. Tengo un sofá café en el que caben cinco nalgas no muy generosas, un cuarto lleno de libros y una mesa de dibujo que caducó en 1992. Me recosté en el sillón, encendí un cigarro y me puse a reflexionar. En la casa de los vecinos, detrás del jardín, la fiesta seguía tomando fuerza auditiva. ¡Cabrones! Ya tenían dos días de ebriación sin pausas. “Ebriación”: esa palabra no existe, pero solo porque quien redacta el diccionario no tiene vecinos así. Toda la noche la pasé en el sofá sin poder conciliar el sueño y así estuve hasta el amanecer; no había forma de abstraerse del bullicio. Así pasé un año completo: las noches sentado en el sofá y en el día, al volver del trabajo, frente a mi computadora sin poder escribir algo relevante, solo estoy sentado sin pensar nada, sin ideas que ronden por mi cabeza en busca de la libertad.

Esa noche cambié la rutina y me senté despacio junto a la mesa, miré la soga y probé su resistencia al peso. Cuando estaba probando su resistencia recuerdo que me pregunté: ¿es esta la única alternativa?, ¿acaso ya no hice lo mismo hace años y no logré mucho que digamos? Y, como en aquellos años en que vivimos en peligro, me di terapia a mí mismo: Las cosas son como deben ser, o sea que me suicidaré, de nuevo, con la soga de la conciencia que poseen los utopistas, o los imbéciles, como ustedes gusten… y entonces el miedo recorrió mis venas como río caudaloso. ¿Se dan cuenta de que a pesar de que estoy convencido de mi acto el miedo es un preámbulo del dolor simbólico y social que solo se puede borrar en los sueños?

Sin duda alguna los sueños están más allá de lo racional porque forman parte del mundo del deseo, y la utopía es, al final, eso: un deseo social. No es el cerebro, es el corazón el que manda en esos menesteres y mientras tanto y por joder, ¡qué absurdos más insignes se le antojan a la razón cuando deambula por los sueños! Y es que en los sueños nada es imposible. Ya no hablemos más de eso porque -total- no importa si son sueños o no lo son, ya que lo que revelan se aplica tanto dormido como despierto. ¡Para un imbécil qué más da que sea un sueño, pues esta vida, será apagada con un suicido para que se encienda otra vida, una vida nueva, fascinante y sostenida!

No se si ya les dije que, después de varios días de vigilia, me dormí de súbito mientras le daba vueltas a la idea mortal. Soñé que abría el nudo ciego de la soga y me lo ponía en el alma… Sí, en el alma, no en el cuello, pues cuando lo decidí, estaba previsto que era otro tipo de muerte, una muerte simbólica. Lo puse en el alma, esperé tres segundos, y las paredes de toda la casa temblaron de frío. Me colgué de prisa, para no abrir la amplísima puerta del arrepentimiento.

Todos saben que cuando uno sueña siente que cae en un precipicio sin fondo, o que se huye de un asesino feroz sobre un terreno tan resbaladizo que no nos permite avanzar, o que le pegan un tiro en la cabeza para sacarle a uno las ideas. Todo ese dolor soñamos y ese dolor nos sueña, pero en ningún momento se siente dolor en su estado real, a menos que uno se caiga de la cama y vuelva a la realidad. Eso me pasó exactamente a mí: yo no sentí dolor ni sentí pudor (aunque sí sufrí cierto grado de imbecilitud), pero fue porque supuse que la soga había comprimido todo el inframundo de mi cuerpo para rearmarlo, más tarde, como un algo nuevo… Todo se apagó terriblemente y lentamente para anunciar que la luz posterior sería mucho más intensa y que sería unánime, por fin. A los ojos de mi familia parecía que me había quedado mudo y ciego y sordo e inerte. Ahora, deambulando por el sueño del imbécil, doy la impresión de que estoy tendido sobre algo duro –la realidad que no detiene su marcha- completamente tieso y con los ojos fijos en el cielo, pero sin ver nada y sin poder moverme ni un mísero centímetro.

Mi familia, mis vecinos, la gente en general, va y viene a mis costados y grita; se oye rechinar sus gargantas. Y de repente otro silencio de lágrimas, y ya me están metiendo en un ataúd de pino rústico sin adornos ni ventanillas ni adornos de plata. Siento, en verdad siento, cómo se mece el ataúd, pienso que es un resumen de mi vida ese vaivén, y por primera vez me estremece la idea de estar muerto, de estar totalmente muerto sin haber perdido la vida; de saberlo y no dudarlo, porque después de todo, los utopistas somos unos auténticos muertos-vivientes. No oigo nada; no veo nada; no digo nada; me muevo sin moverme, mientras que siento y pienso. Pero pronto me conformo con ser parte de los imbéciles de la colina de la utopía, y con anormalidad ciudadana, igual que en el sueño, no acepto la realidad tal cual es y está… Y entonces protesto y lucho y denuncio.

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