El paraíso
El niño no tuvo más remedio que seguir al hombre desconocido por el pasillo. Sus pasos eran temerosos, estaba completamente confundido. El lugar le parecía ajeno y frío. El apetito le devoraba las tripas y el cansancio los párpados. Deseó estar en el patio de su casa, rodeado de palmeras y lleno de la luz del sol. Si por lo menos pudiera estar tendido en el suelo dibujando autopistas de tierra para hacer circular a sus carritos sin ruedas.
De repente, el hombre desconocido se detuvo y lo miró sin ninguna expresión en el rostro.
-Come on, little boy. Go inside -, le dijo, pero el niño se quedó observándolo perplejo sin entender nada.
El hombre continuó inmóvil esperando a que obedeciera su orden, pero el niño no dio ningún paso, por el contrario, aturró la cara y los ojos comenzaron a llenárseles de lágrimas.
-¿A dónde está mi mami? -le preguntó el niño entre quejidos, pero el hombre tampoco entendió nada. Se rascó la cabeza involuntariamente y repitió la orden.
-Go ahead, boy -expresó, y con su mano lo empujó sin fuerza hacia adelante.
Rompiendo en llanto, el niño caminó hasta el sitio donde le habían indicado. Una vez adentro de la jaula hecha de malla metálica, el agente de migración cerró la puertezuela y se marchó por el pasillo sin volver la mirada atrás.
El lamento del niño divagó por todos los rincones del centro de detención hasta que se quedó dormido, abrigando la esperanza que su mamá iba a llegar en cualquier momento a recogerlo para continuar el camino hacia el paraíso que le había prometido.
El cartel
Sus únicas armas son un par de guantes de látex y una bolsa. Para su disgusto, le ordenaron no llevar fusil y limitarse a seguir los pasos de sus compañeros del Batallón a corta distancia. Él es una sombra que viste de traje militar y botas bien lustradas. Los latidos de su corazón revolotean como una presa recién capturada. Está eufórico por las líneas de cocaína que ha esnifado a escondidas antes de la misión. En su cabeza suena la guitarra de una canción de heavy metal que escuchó durante su estancia en la Escuela de las Américas. Está sediento de acción.
Observa cómo sus compañeros intentan derribar la puerta del objetivo. No pueden tumbarla. Si él fuera al frente del batallón todo iría más rápido, pero, las órdenes que recibió fueron otras. Tras el escándalo, una de las víctimas les abre y los deja entrar. El comando ingresa al Centro Pastoral y de pronto la escena se vuelve agresiva.
Al cruzar la puerta, el soldado mueve los hombros de abajo hacia arriba y se humedece los labios con la lengua. Entra a toda velocidad en las habitaciones de los sacerdotes y registra todo lo que encuentra. Lanza las cosas al suelo y voltea las camas. Observa, valora y selecciona lo que él cree es importante, después lo guarda en la bolsa. Fotografías, documentos y dinero.
El soldado sale al patio con el botín. La madrugada es fría, el viento balancea las copas de los árboles. Sus compañeros han reunido a cinco sacerdotes. Él los observa impaciente desde un rincón. Se sorprende cuando uno de los religiosos le devuelve la mirada. Siente que un potente pulso nervioso le recorre el cuerpo. Con el dorso de la mano se limpia la punta de la nariz. Es una sensación extraña. Recuerda que lleva guantes de látex. Recoge el labio inferior. La víctima sigue observándolo sin sobresalto. El soldado trata de adivinar qué significa esa mirada tan serena. Los ojos color ceniza del sacerdote le generan efectos que no comprende. Por primera vez el soldado se intimida y baja la vista. Vuelve a pasarse la mano por la punta de la nariz. El teniente al mando les da la orden a los curas retenidos lanzarse al piso. Ellos obedecen sin rezongar. Enseguida suenan los disparos. Un perico que está prendido en una rama de los árboles se asusta y sacude las plumas. El olor a pólvora y sangre invade el ambiente.
Otros disparos suenan desde el interior del edificio. Tras un profundo silencio, se escucha una marcha desesperada de botas. Un trío de soldados aparece por la puerta y salen al jardín.
-Sin testigos, mi teniente -informa uno de ellos con la voz clara.
La serenata de fuego ha terminado. No lo comprende, pero el soldado de guantes de látex ahora suspira aliviado porque a él no le han permitido disparar. Otra vez se humedece los labios. El frío le ha resquebrajado la boca. Dos chasquidos de dedos lo sacan de su reflexión.
-¡El cartel! -le ordena el jefe del operativo.
El soldado extrae de la bolsa un trozo de cartón y un plumón de color rojo. Con una caligrafía irregular garabatea: “El FMLN hizo un ajusticiamiento a los orejas contrarios. Vencer o morir”. Mientras escribe se siente confundido, minutos antes hubiera preferido apretar el gatillo, ahora prefiere marcar el cartel.
-Hecho, mi teniente -dice.
El jefe da nuevas instrucciones. El soldado de guantes de látex lanza al suelo el cartón que acaba de escribir y sale del Centro Pastoral. Camina por el callejón cargando la bolsa con el botín incautado. A lo lejos escucha una ráfaga de disparos y detonaciones de granadas. Una bandada de pericos se levanta hacia el cielo. El soldado se monta al pick-up en el que habían llegado hace unos minutos y espera. Poco después llegan sus compañeros corriendo. Todos se trepan al vehículo y se marchan a toda velocidad.
El soldado sabe que nunca podrá olvidar esa madrugada, tampoco la mirada serena del sacerdote que acababa de ser asesinado.
El intranquilo sueño del comisionado
Qué bueno que lo encuentro. Tengo muchos días buscándolo. Usted no lo sabe, pero he transitado una infinidad de senderos oscuros, laberintos de pretextos, inagotables penumbras de silencio para llegar hasta aquí.
En algún momento pensé que usted huía a gran velocidad y que yo no iba poder alcanzarlo. Eso de sortear tantas trabas es agotador. Estuve a punto de darme por vencida, pero ya lo ve, mi voluntad es más fuerte que sus excusas.
Ya sé que usted no tiene deseos de conversar conmigo, de verme a la cara, de confrontarme. Yo sé perfectamente que usted tiene asuntos más urgentes que atender… pero ahora que lo he alcanzado, no tiene otra alternativa que enfrentarse a mí, o más bien a mí verdad. Aquí no hay nadie quien lo custodie, aquí no hay nadie que interceda, aquí no hay nadie que suspenda las preguntas, aquí no hay evasivas, aquí somos solo usted y yo. ¿Lo ve? No hay nadie más que nosotros alrededor. Estamos solo usted y yo. No hay escapatoria, no hay otro camino, usted tiene que responder a todas mis interrogantes sin vacilación.
No se agite usted, no tema, no tengo intenciones de hacerle daño. Percibo que mi inesperada presencia le hace temblar de miedo en su lecho. Pero no se preocupe, porque yo no he venido hasta acá a traer revancha. Estoy aquí, frente a usted, solo para hacerle saber una cosa: ahora que he encontrado a su conciencia no pienso dejar que usted se vuelva a escapar.
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