René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
Después de muchos eventos electorales cuyo único legado ha sido la aparición de nuevos corruptos y corruptitos, el pueblo debería tener claro que: votar no es sinónimo de elegir; votar no le da derecho a decidir los aspectos esenciales; las elecciones no son un símil de democracia; contar limpiamente los votos no es sinónimo de transparencia; votar no siempre es el resultado de comprender por lo que se vota, ni por quién se vota, pues como “candidatos” todos son perfectos. Empero, el sufragio tiene un amplio, aunque excluyente, espectro, al igual que los sistemas electorales tienen formas distintas de votar. Recordemos en esa línea la cuna aristocrática y el biberón de meritocracia elitista –en el filo del fascismo platónico- que tienen las elecciones –contrario al ideal griego de elección por sorteo- y esa es la razón por la cual la democracia electoral nunca ha sido democrática, al menos en el capitalismo. Más allá del manoseo ritual y de sus implicaciones en el imaginario colectivo –como símbolo sagrado o como viaje alucinógeno que lleva a la comarca de la ciudadanía plena- las elecciones son, al mismo tiempo: práctica y contemplación; individuo y colectividad; universales y restringidas. Si bien el voto -como papeleta correctamente marcada- puede ser el reflejo concreto de una opinión racional, individual y voluntaria, éste también –en el límite del desencanto y desilusión- puede expresar la indignación colectiva que no escucha razones ni perdona “un poquito”, y, a partir de esa actitud, puede buscar una nueva forma o lugar de pertenencia a una comunidad que se aleje –o se acerque más, en el peor de los casos- a la lógica de intercambio clientelar que va desde un cargo en el gobierno hasta un delantal con la patética cara del candidato de amplia y pulcra sonrisa.
Debido a que las personas transforman su cotidianidad desde y con las condiciones de la realidad heredada –como planteó Marx en el 18 Brumario de Luis Bonaparte- las múltiples expresiones de la territorialidad sociocultural del voto invitan, de oficio, a cuestionar las premisas del enfoque electoral que defienden y pregonan la sociología política estadounidense y la antropología europea. Estas ramas de las ciencias sociales remarcan la necesaria racionalidad del sufragio –siempre que beneficie al status quo- y consideran como un desatino el sufragio ejercido como un acto de dignidad del pueblo que se cansa de la corrupción y la impunidad. La democracia electoral y el voto personal-colectivo que la refrenda es vista como una intocable institución impersonal que carece de historia, memoria y sentimientos extremos. No obstante, esa propuesta de racionalidad tiene a la base la defensa de los intereses económicos de las élites. Votar no necesariamente implica elegir un destino social, debido a que las elecciones no siempre presentan opciones antagónicas, o al menos diferentes, y eso lo dejan muy claro los falsos bipartidismos como el norteamericano y el salvadoreño.
A los salvadoreños en particular, y centroamericanos en general, les interesa reconocer lo anterior porque en esta región el voto se inventó, extendió, masificó y patentó fraudulentamente en cruentos contextos dictatoriales que, muerto a muerto, consolidaron una cultura política anti-democrática propia del súbdito colonial que, aunque ejerza sus derechos políticos de vez en cuando, siempre queda al margen del desarrollo social. El Salvador tuvo que sufrir un largo proceso de desilusión revolucionaria –o de desencanto democrático- para estar otra vez en una situación de acumulación de nuevas fuerzas (como la de los años 44 o 70) que, al menos como discurso, sueñan con construir otra lógica política que no esté sodomizada por la corrupción e impunidad.
Es en ese escenario sui géneris en el que se puede transformar (en lo teórico-político) el significado del voto, pasando día a día de una movilización parroquial -inerte y mansa- de los sectores populares, a una real participación ciudadana que sea crítica, soberana y rigurosa en el control de los funcionarios. Lo anterior implica un arduo trabajo de concientización y movilización debido a que la cultura política democrática no surge por generación espontánea ni se instaura por decreto legislativo. En ese sentido, hay que ponderar la validez del voto en clave sociológica con epistemología de la nostalgia, lo cual demanda estudiar –in situ- los distintos comportamientos ciudadanos antes, durante y después de las elecciones, o sea que hay que observar y decodificar lo que hacen los electores en la seguridad intrínseca de sus territorios durante las campañas y, de esa forma, se podrán comprender las razones objetivas y subjetivas que llevan a votar por unos u otros, razones que tienen que ver con rupturas, aperturas y continuidades socioculturales del sufragio como ilusión o como engaño. Es precisamente ese engaño el que creó “un régimen revolucionario sin revolución” y la respuesta al mismo ya es historia en purgatorio, una patética historia de lealtades equivocadas que solo fueron tangibles en las elecciones de 2018 para alcaldes y diputados, en las que ya no sirvieron de nada las gorras, pulseras, huacales, delantales, y los tamales de sal, porque los políticos del no-cambio ya estaban salados y, en un acto desesperado, nos hicieron recordar las estrategias de sumisión y regalo de chucherías que signaron al siglo XX, el siglo de los votantes llevados en buses y camiones de alquiler.
La descripción minuciosa de la senda florida por la que deambuló el sufragio en el último siglo, lleva a concluir que lo vital en las elecciones son, aún, las prácticas culturales que fortalecen la sumisión, la ignorancia o el clientelismo. Más allá de la ecología de significados, encontramos que el sufragio puede ser usado –si se ejerce como acto privado y aislado- para legitimar elecciones como “crónica de un ganador anunciado” o puede simbolizar –si se ejerce como acto colectivo con conocimiento de causa- elecciones realmente soberanas que construyen historia ladrillo a ladrillo. En el primer caso estamos frente a una “cultura política sin política” y, en el segundo, frente a una “cultura política que politiza” con la democracia como consejera electoral y cartógrafa.
Y es que comprender la territorialidad electoral es fundamental para situar el voto en las coordenadas de su producción sociocultural y proyección ideológica. Lo anterior es relevante si lo que se quiere es formar ciudadanos conscientes (y no simples votantes complacientes) decodificando la relación social –la trama oculta de las decisiones electorales- que existe entre la particularidad de los territorios propios y las lógicas de comportamiento colectivo (que están más allá de aquel territorio) que hilvanan interacciones más amplias y complejas: el pasaje y la colonia hablando de tú a tú sobre la falta de agua e ineficiencia del tren de aseo; la colonia y el municipio hablando con lenguajes diferentes porque “en las otras colonias” lo que falta es un lugar de desarrollo juvenil. Lo anterior es lo que se define como geopolítica electoral.
Desde inicios del siglo XX se supo –más para mal que para bien- que el voto se construye en los territorios y desde él se articula con los cuerpos-sentimientos de la geografía humana y en ello se evidencia la continuidad de las tradiciones políticas.