René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
La territorialidad electoral trastoca la administración de los comicios al determinar la frontera de las circunscripciones en las que los votos se convierten en cargos públicos. Independientemente del intento de manipular esa frontera, todo sistema electoral distorsiona la conversión de votos en escaños y tiene sesgos vitales que generan inequidad. Lo anterior pone en discusión si el territorio debe contar, sin ser tiranía espacial, y si debe extenderse más allá de lo geográfico. ¿Son errores residuales que deben ser eliminados para restaurar la validez universal de los coeficientes?, ¿son las redes sociales otro territorio electoral tan válido como una ciudad o un municipio?
El paradigma de la sociología electoral inició con una pregunta que se reinventa a sí misma después de la aparición de las redes sociales: ¿Pueden los medios de comunicación (radio y prensa escrita, en los años 40; televisión, en los 50; Facebook y Twitter, hoy) “fabricar” presidentes, diputados y alcaldes?, ¿ya no es válida la premisa de que todos los ciudadanos votan conforme a sus realidades sociológicas (ingresos, residencia, religión, género, edad, trabajo, aficiones)?, ¿qué importancia electoral tienen los grupos sociales consuetudinarios (familia, amigos, trabajo, comunidad), los influencers y los forjadores de opinión pública?
En estos momentos, las encuestas electorales predicen, con meses de ventaja, cuál será el partido ganador en los próximos comicios. Ante eso, los partidos que se saben perdedores no buscan construir espacios de libertad política, sino que se dedican, obtusamente, a montar campañas de desprestigio o buscan reactivar las lealtades perdidas, para convencer a los desilusionados o indecisos, pero eso rara vez funciona porque el desencanto y la indignación popular no escuchan razones ni falsos arrepentimientos y, además, son la última expresión de los conflictos de legitimidad. Esos conflictos son los que al final estructuran las grandes dinámicas geopolíticas y se traducen, electoralmente, en opciones demográficas, ideológicas y socioculturales.
Las premisas anteriores siguen siendo válidas para comprender el voto de los salvadoreños: de la simpatía al desencanto feroz y de este a la indignación para instaurar una nueva ilusión (o que pretende serlo), que es lo que vimos culminar en 2019 después de treinta años de dar el noble beneficio de la duda a los grandes partidos. Las preguntas que se responderán con las elecciones de 2021 son: ¿Cuáles son los orígenes históricos y base territorial de las nuevas ilusiones políticas de los salvadoreños?, ¿por qué los pobres ya no quieren saber nada de los candidatos de izquierda?, ¿cómo explicar la migración electoral de los últimos comicios: es por simple moda política o porque las condiciones de vida en los territorios no han cambiado significativamente?
En ese sentido, la mayor contribución de la sociología electoral –o epistemología del sufragio- consiste en determinar el peso de las actitudes ideológicas y sociales de los electores: estos no solo votan en función de sus realidades sociológicas, también actúan conforme a sus afectos, impresiones, simpatías, antipatías y sentimientos sociales que se reproducen mediante procesos de socialización cotidiana relativamente estables que pueden reflejarse en sufragios volátiles. A la luz de esa volatilidad cabe preguntarse: ¿Qué son, entonces, las rancias identidades partidistas en el país?, ¿cómo comprender la ruptura del legado del tradicionalismo del bipartidismo que perdió estrepitosamente la hegemonía?, ¿qué implicaciones sociológicas tiene la aparición de un masivo partido multisectorial en la construcción de otra lógica política que debe tener como premisa de existencia superar los vicios de los partidos desplazados si es que quiere sobrevivir más de dos elecciones?
Tal parece que el paradigma del voto como una transacción económica que hace de la democracia un “mercadito” tiene mucho que decir sobre la racionalidad del elector que busca el equilibrio entre la demanda y la oferta política, o sea que ve el sufragio como un cálculo racional. Y es que, sobre todo en lo urbano, el votante racional (o más bien calculador) se decide por el partido que, a su juicio, le dará un beneficio tangible inmediato, siempre y cuando esté convencido de que será el ganador, haciendo del voto un acto de conveniencia que no tiene mucho que ver con la preferencia. Es claro, así, que el voto tiene múltiples fondos sociológicos. Por un lado, tenemos votos que reflejan contextos cívicos personalistas (como en Europa y EUA) y tenemos otros cuyo imaginario fundacional tiene que ver con procesos represivos y dictatoriales (en lo económico y político), como es el caso de El Salvador, cuya desigualdad social extrema generó una cultura política de súbditos locales que lentamente se fueron convirtiendo en parroquianos y, hoy, en ciudadanos electorales. Por tal razón, el voto refleja comportamientos colectivos con sentidos personales diversos de identidad e intercambio político-electoral.
Sin embargo, el cálculo económico personal no es el único consejero electoral. Muchos, todavía, definen su opción electoral de acuerdo a criterios de pertenencia ideológica tales como la pertenencia a una religión o a un gremio profesional o el recuerdo de la ilusión utopista que derivó en las luchas guerrilleras del siglo XX, herencia que fue despilfarrada por la izquierda que caminó rápidamente hacia la derecha. Lo relevante es que tales opciones pueden movilizar -todavía- gestos afectivos y generar, si se trabaja en el territorio, lógicas colectivas que impacten en los resultados electorales, para bien o para mal, los cuales son previstos en las encuestas de opinión sobre la identidad política y la “no identidad partidaria” que se traduce en abstencionismo, el cual, por cierto, nunca ha sido visto como un peligro para la democracia electoral porque beneficia a los sectores reaccionarios.
Sobre esto, la sociología electoral afirma que el peso decisorio del abstencionismo y la emigración del voto que se observa en los últimos cinco años, muestran que los comportamientos electorales se definen, en última instancia, en el imaginario del votante que, tradicionalmente, se enfrenta a situaciones de desconocimiento del proceso electoral o a fraudes orquestados cuando el descontento y la desilusión han tomado la palabra en los centros de votación, palabra que se hará valer solo si se traduce en votaciones masivas en favor de un partido, en tanto que lo masivo es la mejor protesta cívica.
En resumen, la sociedad salvadoreña es el mejor libro de texto de la sociología electoral debido a que no deja de acumular páginas sobre la diversidad del sufragio como premio o castigo. Comprender esa diversidad es ineludible si se quiere establecer la relación político-cultural directa entre el sufragio y la democracia electoral ideada por la burguesía como la forma de gobierno que valora la participación soberana y maximiza la representación efectiva del pueblo siempre y cuando no toque al sistema económico.
Lejos de ser una categoría utópica –aunque sí fundada en la utopía social- que se encarna clandestinamente en un proceso electoral, la cultura política democrática se construye sobre el ideario del “nuevo ciudadano” que se reproduce a sí mismo en la vida cotidiana a partir de acciones colectivas e individuales dirigidas por el compromiso social que valida-revalida la participación e inclusión social mediante la organización, movilización, denuncia permanente y debate abierto que, siendo transparente, lleva a la legitimación política.