Mauricio Vallejo Márquez
Joaquín Sabina cita en una de sus canciones que uno no debe regresar al lugar donde ha sido feliz. Yo confieso que para mí el tablero de ajedrez es uno de esos lugares. Esos 64 escaques o casillas me han hecho olvidar la realidad y sumarme a otro universo en el que sólo existen dos bandos, uno que apertura y otro que defiende.
Entre mis primeros juguetes tengo presente un peón blanco de madera, que según cuentan le perteneció a mi papá, quien fuera jugador del Inframen y federado, además de escritor. Y en ese afán que tuve por estar cerca de mi padre ausente entré a ese mundo y a sus aficiones.
Al principio nadie de mi alrededor podía jugar y así era complicado aprender, nevesitaba un maestro. Hasta que un día supe que un vecino sabía y estuvo dispuesto a ensañarme a mover las piezas. Roger se llamaba ese primer profesor. Después de forma irregular jugué y jugué.
Con los años reté a Carlos Ríos a una partida en los pasillos del Cristóbal Colón y ahí surgió mi invitación a formar parte de la selección del colegio y mi instrucción más formal de la mano de nuestro recordado Carlos Alvarez. Por él sigo siendo fiel practicante del gambito escocés. Luego la selección fue eliminada en los juegos estudiantiles y seguí jugando, ese 1997 fue el año del ajedrez. Descubrí los libros de ajedrez que tenía mi papá y de ellos aprendí las aperturas y defensas. Gracias a Carlos, quien también me obsequió un libro aprendí de táctica.
Mi tío Tony también jugaba ajedrez y me regaló mi primer tablero. Fiel compañero que me acompañó por muvhos años, hasta que alguién a quien se lo presté decidió salir del país y olvidó regresarmelo.
Después dejé por años de jugar y siempre me daban deseos de volverme a involucrar en algún torneo, pero hasta la fecha no lo hago. Sin embargo, ahora con los teléfonos celulares es posible jugar en línea, y eso hago. Quizá es uno de mis momentos de ocio que más disfruto, aunque no sea mucho tiempo. Y en ese lugar por la duración de una partida, gane o pierda, soy feliz.