René Martínez Pineda
Como sociólogos críticos (sobre todo si pretendemos ser intelectuales orgánicos de la transición), nuestro papel no es defender o atacar, al reflejo, a un personaje político, o a un partido, usando a destajo la máscara -en apariencia neutral- de “analista político”, porque eso nos convierte en burdos activistas partidarios, en fanáticos del oportunismo mediático, o en psiquiátricos pregoneros de doctrinas hechas a la medida, independientemente de que estemos de acuerdo con ellas porque estamos objetivamente convencidos, en los términos generales de la duda razonable, de su validez histórica. Nuestro papel es comprender, explicar y transformar la realidad para hacer apuestas y propuestas de transformación social en beneficio de los sectores pobres y decodificar la hojarasca de la realidad social frente a nosotros para codificarla como constructo teórico más allá de nosotros y con el auxilio de los otros. Así de simple, nuestro papel -para decirlo con las frases elementales del 18 Brumario- es trabajar para que el régimen político en el que estamos sea lo más exitoso posible, y eso pasa por el hecho de que el gobierno lo sea y se construya -con otros actores- una oposición política que trabaje por lo mismo y no por acceder, sólo para ver qué logra, a los poderes del Estado.
Esa premisa es oportuna porque lo urgente es analizar fríamente el tiempo actual para no perder de vista el tiempo vivido de cara a evitar dar pasos para atrás que nos lleven a los años más oscuros del siglo XX e inicios del XXI. En ese sentido, el contexto sin pretexto de la demostración de lo que implicó en el bolsillo de los pobres la nueva acumulación originaria de capital (por medio de las privatizaciones de los 90s lideradas por ARENA) y de lo que impactó una revolución desmemoriada sin cambios revolucionarios impulsada por el FMLN (los personajes del “bipartidismo de facto” que terminaron fundiéndose) se fue consolidando el mito sin ritual de los cambios -sin cambiar nada- como categoría de análisis político que sólo existía en el discurso neoliberal, pseudo-revolucionario y, últimamente, pandémico, con el objetivo de evitar el nacimiento de su antagónico: el tangible mito con rito de las transformaciones que, una vez asidas al imaginario, hacen que los sujetos sociales luchen por avalar lo que llamo una transición en busca de la salida -transitus ad quaerendum exitus, o salida del limbo político- que garantice que el Estado sea parte de la sociedad y no la sociedad parte del Estado, con lo cual se convertiría a éste en un sujeto social que puede derrotar cualquier crisis, reconstruir la soberanía sobre la dignidad colectiva, y hacer que lo público sea de la misma o mejor calidad que lo privado del más alto nivel. Esa es la puerta de entrada al siglo XXI para la mayoría de la población.
Y es que, tanto en los indicadores económicos como en el imaginario popular -que le dio un largo beneficio de la duda a quienes consideró como “su” expresión utopista, “sus muchachos”- los cambios sociales en beneficio de la mayoría eran sólo mitos sin ritual reproduciéndose en la mentalidad de una sociedad que se vendía a sí misma como moderna, pero con factores y vectores nulos de explotación, violencia institucional, impunidad y gobernabilidad política propios del siglo XX (siglo-fraudes; siglo-masacres; siglo-privatizaciones) para controlar las disputas que asumían, en el púlpito de la campaña electoral, rasgos religiosos.
En ese sentido, el mito con rito logra vincular la conciencia del pueblo, en sentido cultural, con la organización de la política, pues se considera autor de la misma y, por ello, no es una leyenda urbana o una creencia mágico-religiosa, sino una imagen ideológica que sirve de fundamento para transformar la realidad, logrando que las personas -cuerpos de una rebelión electoral- superen el definitorio tiempo-limbo que signa las fases de transición. En ese sentido, para comprender el surgimiento del mito con rito de la transformación social, es necesario abordar antes los rasgos del tiempo político que lo funda, el tiempo-limbo, concepto del análisis de coyuntura que parte de la premisa de que, en política, siempre hay varios caminos por recorrer y, por tanto, no se puede dar por sentado que no habrá marcha atrás.
En el que defino como tiempo-limbo -función ideológica que se desenvuelve y resuelve en el tiempo de la política del presente conectado al pasado, en tanto reflexión de futuro o razón de ser del mismo- es el dónde y el cuándo se construye o destruye la voluntad colectiva en la realidad social que es la que, en última instancia, puede llevar a construir un Estado moderno y democrático o, al asumir la forma de apatía masiva, puede llevar de regreso a la situación del Estado represivo. Así, el tiempo-limbo hace referencia a un estado o lugar temporal de las personas como portadoras de cultura política, tanto de las que creen en la necesidad de la transformación social -incluso las que no habían creído en ella antes de la citada rebelión electoral de 2019- como de aquellas que defienden la situación de exclusión, corrupción e impunidad que es, para ser coherentes con el concepto, el pecado original de la gobernabilidad, personas que son las que -en la línea comprensiva de lo que son los Golpes de Estado -que en realidad fueron Golpes de Gobierno para apagar el incendio popular- pretenden dar un Golpe de Transformación Social, o sea frenar los cambios para pausar la transformación social que de ellos mana, golpes que no se deben excluir como posibilidad latente aunque sus promotores sean un grupo mínimo y desprestigiado.
Y es que -debido a que los mitos con ritos son la dimensión subjetiva de la colectividad concretizada en la organización política y social de un Estado como parte de la sociedad- los Golpes de Transformación Social son siempre -al igual que los Golpes de Gobierno- maquinarias conspirativas de grupos muy reducidos enfrentados al grupo gobernante, pero su viabilidad no radica en ese factor conspirativo. La viabilidad para un Golpe de Transformación Social estriba en la existencia de un sector social que lo habilite (los monstruos que surgen en los claroscuros de las transiciones, en palabras de Gramsci), que sin ser numeroso en un principio le abra las puertas de la protesta, que cree cierta predisposición, disponibilidad, apetito y receptividad a una ruptura de la ruptura del viejo orden constitucional y de la democracia participativa que es fundacional de una nueva sociedad.
Dentro del grupo tradicional que podría conspirar al ser sobornados o motivados -cuyos líderes son el enemigo de la clase gobernante- están las Fuerzas Armadas, la Policía, los grupos delictivos, los empresarios que quieren recuperar los privilegios sin responsabilidad social, algunos funcionarios de las iglesias y también, claro está, el Departamento de Estado. Digamos que, potencialmente, en la mente de la oposición unida deambula la idea de crear una masa crítica que articule un golpe de mano político, para lo cual necesita de un grupo de la clase media tradicional que salga a las calles y se visibilice en las redes sociales.