José M. Tojeira
Recientemente el papa Francisco ha insistido en el derecho al trabajo decente. Y ha lamentado lo que él llama trabajo precario. En otras palabras, un trabajo que no es fijo, que no ofrece garantía de permanencia, o que está tan mal pagado u ofende tanto la dignidad personal que no responde a esa tarea de humanización con la que debe cumplir el trabajo humano. Algunas de sus palabras al respecto son muy explícitas: “Es una herida abierta para muchos trabajadores que viven en el temor de perder el empleo. Tantas veces he oído esta angustia: la angustia de poder perder su propia ocupación: la angustia de aquella persona que tiene un trabajo de septiembre a junio y que no sabe si lo tendrá el próximo septiembre. Precariedad total. Esto es inmoral. Esto mata: mata la dignidad, mata la salud, mata la familia, mata la sociedad. El trabajo negro y el trabajo precario mata”. Si desde estas palabras miramos a nuestro país, la perspectiva no es muy buena. Efectivamente los cálculos de pobreza hablan de un 32% de nuestra población viviendo en esa situación. Pero además los estudios más recientes nos muestran también que en torno al 47% de nuestra población está en una situación económicamente vulnerable. No es arriesgado, en ese sentido, afirmar que más de la mitad de los salvadoreños económicamente activos tienen un trabajo precario. Entre salarios formales excesivamente bajos y ganancias con frecuencia muy fluctuantes de esa enorme masa de trabajadores informales, tenemos un horizonte laboral en el que domina la injusticia social. Y si una de las funciones del Estado, como dice la Constitución en su primer artículo, es asegurar el bienestar económico y la justicia social, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que el Estado ha fracasado en su labor, al menos hasta el presente.
Evidentemente este fracaso viene de lejos. Podemos caminar hacia atrás hasta llegar a la época colonial. Pero es evidente que hemos tenido tiempo abundante para dar pasos que nos liberaran del atraso y la injusticia. No los hemos dado, y permanecemos en esa situación que los técnicos llaman benévolamente de desarrollo medio. Desarrollo medio medido económicamente, pero desarrollo pésimo cuando nos fijamos en nuestros índices de violencia, de corrupción o de desigualdad. Ya el papa Francisco había dicho en su primer gran mensaje que “hay una economía que mata”. Sin embargo nos negamos a mirar nuestra economía cuando nos sentimos afligidos por la violencia imperante. A pesar de los 25 años de los Acuerdos de Paz que festejamos con razón, nuestra economía sigue matando desde esa fecha y ni siquiera somos capaces de establecer responsabilidades en ese campo. Las asociaciones de la empresa privada suelen echar la culpa rápidamente a los gobiernos, pero no se atreven a incluir en sus ataques a los empresarios cuando ellos gobiernan. Y no miran hacia sí mismos cuando ellos son, en definitiva, los que más pesan en la construcción de la economía concreta que se ha desarrollado en el país. Su afán concreto actual por acaparar el control del agua, a pesar de que este es un bien público, muestra el espíritu de rapiña y explotación de las gremiales del sector empresarial privado.
El P. Ellacuría, pronto celebraremos el vigésimo octavo aniversario de su muerte y la de sus compañeros, solía decir que necesitábamos una nueva civilización. Él la llamaba provocativamente la civilización de la pobreza, porque estaba convencido que solo a través de la inclusión de los pobres en una nueva civilización podría configurarse un futuro realmente humano y humanizante. Pero en realidad se trata de una civilización donde el trabajo resulta el eje fundamental del desarrollo social y humano. Sus palabras eran muy claras: “La civilización de la pobreza propone, como principio dinamizador, frente a la acumulación del capital, un trabajo que no tenga por objetivo principal la producción de capital, sino el perfeccionamiento del ser humano. El trabajo, visto a la par como medio personal y colectivo para asegurar las necesidades básicas y como forma de autorrealización, superaría distintas formas de auto y hétero-explotación y superaría, así mismo, desigualdades no solo hirientes, sino causantes de dominaciones y antagonismos”.
Por su parte el papa Francisco decía en la Jornada Mundial de los Pobres celebrada este año lo siguiente: “Hoy en día, desafortunadamente, mientras emerge cada vez más la riqueza descarada que se acumula en las manos de unos pocos privilegiados, con frecuencia acompañada de la ilegalidad y la explotación ofensiva de la dignidad humana, escandaliza la propagación de la pobreza en grandes sectores de la sociedad entera. Ante este escenario, no se puede permanecer inactivos, ni tampoco resignados. A la pobreza que inhibe el espíritu de iniciativa de muchos jóvenes, impidiéndoles encontrar un trabajo; a la pobreza que adormece el sentido de responsabilidad e induce a preferir la delegación y la búsqueda de favoritismos; a la pobreza que envenena las fuentes de la participación y reduce los espacios de la profesionalidad, humillando de este modo el mérito de quien trabaja y produce; a todo esto se debe responder con una nueva visión de la vida y de la sociedad”.
¿Buscamos en El Salvador una nueva visión de la vida y de la sociedad? ¿Valoramos el trabajo de nuestros hermanos? ¿Les ofrecemos posibilidades de ser más productivos a través de la educación generalizada al menos hasta el bachillerato? Si decimos que la oferta de mano de obra barata no conduce al desarrollo, ¿por qué no invertimos más en nuestra gente? Son preguntas que están pendientes, que nos las tenemos que hacer y contestar todos. Y si nuestra respuesta es sincera, veremos sin duda las enormes lagunas que tenemos de trabajo precario y las causas de que nuestro trabajo tenga esas terribles restricciones. Cuanto más poder económico, social o político, más responsabilidad hay a la hora de enfrentar cualquier tipo de injusticia. El trabajo precario, tan extendido en El Salvador es una injusticia clara. Los análisis están hechos. Falta la conciencia de la situación y la decisión de enfrentarse a la situación con generosidad y claridad. Costó trabajo subir el salario mínimo y todos vimos quiénes se oponían. Fue un avance. Pero tenemos que avanzar mucho más en educación, institucionalidad y justicia social para vencer de una vez por todas esa presencia tan extendida y tan negativa entre nosotros que es el trabajo precario.