Esaú Hernández Rauda
Escritor hondureño
La noche anterior a la que su marido durante los últimos treinta años se casara con otra, Coralia Cañas no pudo dormir. Ella, una mujer sencilla de pueblo sin mucha escuela, la mayor sabiduría la había obtenido de forma oral de sus padres y abuelos. A pesar de sus tres décadas en la gran ciudad su pensamiento pueblerino no había cambiado mucho. Desde que conoció a Enrique una tarde lluviosa de diciembre, cuando por recomendación de una pariente la trajeron de su pueblo, enclavado en las heladas cordilleras del interior de su patria, supo que estaba enamorada de él. Mujer sumisa y ajena a las cursilerías modernas, se entregó a su marido sin condiciones y más que su mujer, en la casa era una sirvienta más.
Fueron tres décadas de convivencia entre quehaceres, amores y desencantos. Coralia entregada con esmero a la cama y a la mesa del gran señor Enrique, y el amo y señor de aquella casa vivió treinta años en la espera de un retoño. “Cosas tan arrevesadas, decía llorando Coralia, esas noches de frío cuando todavía era su trabajadora, aunque lo amaba profundamente, no me entregaba yo por miedo a un embarazo y cuando empezamos a desear los hijos estos nunca vinieron”. Enrique esperó veintiocho años por un retoño antes de tomar la decisión de marcharse. Pero la mantuvo en secreto hasta el día que su amor se mudó a otro lecho más joven, febril y mejor educado. Coralia después de los veinticinco en unión formal, ya creía un matrimonio estable. Se sentía plena pues había entrado a su menopausia enamorada del hombre que la hizo mujer y al que amaba ciegamente y lo creía su héroe. Pero esa noche, después de su cumpleaños, la última noche que Enrique dormía en su aposento. Ella no pudo dormir, su piel respiraba una tragedia, su corazón se sentía más marchito. Él le hizo el amor con mucha gracia, con una pasión desbordada y desenfrenada, era el último episodio con el hombre que ella amaba. Mientras ellos gozaban el tecolote cantaba. Esa noche los gallos se callaron y solo a lo lejos un grillo sollozaba, Coralia contempló a su marido y sintió miedo de perderlo.
Como de costumbre se levantó temprano. Despachó a su marido a la hora, con su maletín de negocios y su almuerzo favorito: albóndigas con salsa tártara. Esa mañana llegaron de la sastrería a dejar un traje nuevo. Un traje de casimir inglés color negro brillante. Por los constantes compromisos sociales y su nivel de vida y negocios a Coralia le pareció algo de rutina. Enrique regresó de su trabajo más temprano que de costumbre. Le ordenó a Coralia que le alistase el traje nuevo. Con mucho amor Coralia replanchó aquel atuendo, le colocó dos pañuelos blancos almidonados al estilo de su abuela y le puso una rosa blanca en la solapa izquierda. Despidió a Enrique con un beso.
En la iglesia, el pastor oraba de rodillas, y le clamaba a su Dios por la paz interior de la hermana Coralia, por la resignación, consuelo, que le evitara la depresión. Pedía que Enrique no se rajara, que llegara y se casara. Pedía por los cargos de conciencia, pues estaba traicionando a la hermana que más diezmo daba, pero al fin y al cabo, era su sobrina la que se casaba con Enrique. La iglesia lucía abarrotada, todos los hermanos estaban invitados, solo Coralia faltaba. En el altar radiante, la novia esperaba al galán. Hasta en eso esa boda se salía de lo común. A Las novias siempre suelen esperarlas. Nerviosa, fijos los ojos en el reloj, con la piel que le sudaba a chorros, las medias se le fueron poniendo brillantes y empapadas. El novio llegó por fin medio cansado, con su traje refinado y sus pañuelos blancos. Su andar pausado lo delataba desde lejos estaba cerca de completar las siete décadas. Mientras Coralia cenaba sola, Enrique daba el sí a su nueva pareja.
Los novios se alejaron en una camioneta negra. Y en su casa Coralia no cesaba de orar para que Enrique fuese protegido. Por la mañana el pastor se levantó un poco adormitado. Se vio al espejo y se estiro los pómulos. No sabía si sentirse héroe o villano, no imaginaba a Coralia sin su Enrique, pero, su sobrina también lo necesitaba. Seguro estaba que era mujer fértil, el mismo le había practicado tres abortos. Había que casarla y como fuera. Con mil pensamientos en su cabeza que le rondaban y le producían una jaqueca espantosa, se dirigió hasta donde Coralia. Con sus lisonjas de político de pacotilla trató de explicarle a la acongojada mujer que su marido había cambiado de aposento. Que era un mandato divino, una profecía que vino de lo alto, que Dios quería darle dos retoños y que una maldición generacional su vientre estaba inmundo. Que el espíritu daba por señalada a la susodicha y que ante una orden de tan arriba, era una cuestión irrevocable y como ministro del evangelio y del trueque se vio obligado a casarlos pues las ordenes están hechas para cumplirse.
Le entregó un legajo de documentos donde Enrique le cedía la casa con sus impuestos saneados y una cuenta con dinero para mantenerse durante los próximos dos años, siempre y cuando despidiera la sirvienta y no pagara los podadores de jardín con la misma frecuencia que lo hacían en sus tiempos de pareja. Le pidió entrar por algunas cosas de Enrique y prometió orar por la resignación de su alma. Se despidió con cinismo despampanante: “Queda con Dios, hermana Coralia, desde hoy el Espíritu Santo es su consolador de turno.” Coralia no tuvo ni animo ni voz de despedirse. Su corazón no logró entender aquella profecía.
Pasaron varios inviernos paulatinos, los atroces veranos y las primaveras fugaces les siguieron. Cada día la casa se sentía más vacía. Ella, enjuta y lagrimosa lo recuerda y cada vez que repite su desgracia, admite que se enamoró de un héroe que al final de cuentas no le dio explicaciones de su atroz decisión. Que apenas tuvo tiempo de decirle que además de india fea y sin estudio, tenía la matriz reseca. Y en sus noches de delirio admite entre sollozos que Enrique no hizo más que decirle la verdad. Y se consume en cada sollozo y en cada lágrima. Mientras Enrique hace un esfuerzo supremo para cumplirle en la cama a su pareja y tener fuerzas para correr tras sus activas niñas.
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