Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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El mundo vive un tremendo caos. A veces da ganas de huir ante la multitud de fracasos. La inestabilidad y la incertidumbre parece ganarnos la batalla, a pesar de tantos avances científicos y de tantas formaciones vertidas en tecnologías. Lo cierto es que cada día, nos levantamos con nuevas riadas de desconsuelos que dejan al planeta sin vida; y, lo que es peor, sin expectativa. La desbordante xenofobia, que nos acorrala en estos tiempos de división como jamás, nos resta fuerza para trabajar unidos. Europa, que debería hacer frente común a la crisis de refugiados con humanidad, está sumida en una fuerte crisis, tras el referéndum en el que el Reino Unido decidió abandonar el vínculo de unión europeísta, que no es otro, o al menos no debiera serlo, que un futuro basado en la capacidad de trabajar juntos para superar las divisiones, favoreciendo la armonía y la comunión entre todos los pueblos del continente. A este panorama de separación, hay que sumarle el afán delictivo, donde las organizaciones se acrecientan por todos los continentes, sembrando odios y venganzas por doquier, lo que agranda multitud de enfrentamientos. Tanto es así, que necesitamos desesperadamente reencontrar otros horizontes más pacíficos, o si quieren más justos, para poder asentarnos y respirar profundo. Este caos de irresponsabilidades que sufre buena parte de la especie humana no puede continuar por mucho tiempo. Cualquier ciudadano debe reivindicar algo tan básico como la dignidad. Los derechos humanos son algo inherente a nuestro espíritu, y no pueden ser destruidos con múltiples violencias y discriminaciones. Mal que nos pese, esta tremenda desigualdad entre unos y otros, es un desafío frontal a los principios democráticos. Por consiguiente, la libertad de acción es un signo de progreso. No se puede impedir la reacción frente a tantos abusos, casi siempre propiciados desde un poder interesado que no permite la participación cívica de sus ciudadanos. Cuando las sociedades excluyen y no son inclusivas, cuando los gobiernos gobiernan para sí y los suyos, la prosperidad no llega a buen destino. Sin duda, debemos hacer mucho más por la ciudadanía en su conjunto, por las miles de millones de personas desfavorecidas, marginadas, desempleadas, e incompresiblemente frustradas. Seguir en este desconcierto, sin escuchar los corazones de tantos afligidos que llaman a nuestra puerta, es verdaderamente decadente. En lugar de encender el discurso de enemistad, hemos de escucharnos mucho más, sólo así puede nacer un auténtico raciocinio solidario, en el que la humanidad comience a ser nuestro motor de convivencia. En efecto, yo también me niego a seguir recibiendo órdenes emanadas de comportamientos caóticos por muy populistas que sean. Todo en esta vida ha de sujetarse a normas que dignifiquen al ser humano; dicho de otra manera, a todos nos incumbe por igual nuestro futuro armónico; y, esta concordia, realmente germina de las pequeñas cosas que nos injertan ilusión. Por eso, lamento que los irresponsables utilicen las marras del poder para acallarnos y no presten atención a la voz que tienen las personas en cómo se las gobierna, un imperativo que se halla en la propia razón democrática. Todos, desde su acervo cultural, podemos y debemos aportar soluciones, si en verdad queremos salir de este desconcierto absurdo. Para empezar, hemos de ayudar a reforzar los Estados de Derecho, con Administraciones Públicas efectivas y que rindan cuentas, para evitar lacras corruptas que nos quiten hasta el aliento para poder respirar. Es hora, pues, de poner pasión en lo auténtico y en no defraudar los deseos de los ciudadanos. No puede haber unión, ni tampoco unidad, cuando las mismas instituciones son distantes de los ciudadanos, apenas resolutorias, y a menudo indiferentes respecto al mundo circundante y sobre todo a los más pobres. Es público y notorio que falta corazón en esta desorganización de la cultura excluyente.
Deberíamos, por ende, tomar conciencia de que este caos es destructivo y destructor. Continuar en el choque permanente, como si fuese una cosa normal, es de una brutalidad sin precedentes en nuestra historia humana. Debiéramos, por tanto, activar con urgencia una verdadera transición del caos a la calma. Por desdicha, hay armas por todas partes y, sin embargo, nadie se siente seguro, mientras las sociedades se sumergen en la ilegalidad y el desgobierno. Por otra parte, las injusticias son tan crueles que ignorarlas nos deshumaniza. Qué bueno sería retornar al orden como base, a la generosidad como principio, y al respeto como fin. Sería una saludable fórmula para avanzar en el mejor progreso, con una sintonía menos confusa y más liberadora de bondad entre todos. Desde luego, un planeta no puede resistir por mucho tiempo en un estado de confusión, necesita humanizarse, llorar por la crueldad que cohabita en el planeta, en nosotros, también en aquellos que son víctimas de inhumanos poderes. Hemos olvidado sufrir con el otro y por el otro, a causa de nuestras miserias. También hemos borrado de nuestra visión tantas dolorosas imágenes, que en lugar de hacernos recapacitar, no nos importa, no nos concierne porque no son de los nuestros.
Ciertamente, causa pavor, el que hayamos relegado de nuestros sentimientos. Téngase en cuenta que sin emociones somos prácticamente piedras. Tal vez, por ello, tampoco nos muevan las ideas. En cualquier caso, interrogarse siempre es humano. Preguntémonos, en consecuencia: ¿Quién ha llorado por esas personas que iban en la barca y el mar truncó sus sueños? ¿Quién ha llorado por esas gentes que huyen de los conflictos, o por esas otras almas a las que se les impide vivir dignamente y hasta nacer?. Sea como fuere, deberíamos pensar en esto, a fin de hallar medios cada vez más eficaces para lograr una distribución más justa de los recursos del mundo. Y en esto, debieran estar todos los gobiernos, tanto de los países ricos como de los pobres, tomando en serio sus responsabilidades recíprocas y con sus pueblos, máxime en un momento caótico, ya que nunca antes, desde el fin de la segunda guerra mundial, tantas personas en todo el planeta se han visto obligadas a abandonar sus hogares. Con ocasión del Día Mundial de la Población a celebrar el mes de julio, concretamente el día 11, se me ocurre pedir a todos los países un acto de generosidad, a fin de que todos contribuyamos al sosiego desde la consideración del ser humano, enardeciendo procesos reconciliadores que cicatricen heridas, algo sumamente prioritario en toda sociedad, sobre todo en las más asoladas por el desconcierto y las guerras. El caos no nos interesa a nadie. Ahí está el acuerdo sobre el cese del fuego y la dejación de armas en Colombia, un paso crucial para fortalecer el desarrollo sostenible en ese país. La paz permitirá avances en lo social, lo económico y ambiental, bajo la premisa de no dejar a nadie excluido, tal y como lo promueven los Objetivos de Desarrollo Sostenible, cuestión que acaba de reconocer la directora regional del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), Jessica Faieta. Al igual que Colombia acaba de iniciar una nueva era después de cincuenta años de conflicto armado que dejaron más de ocho millones de víctimas y casi siete millones de desplazados, también el planeta, en su globalidad, requiere de otra naciente época, para dar esperanza y apoyo a los más vulnerables. Es fundamental, a mi juicio, para salir de esta anarquía, intensificar una educación en valores humanos, animar a la gente con oportunidades para encontrar un trabajo decente, romper ataduras entre generaciones, para que cada cual pueda participar en una política, menos de poder y más de servicio. Lo decía Madre Teresa de Calcuta, a través de aquella célebre frase: “El que no vive para servir, no sirve para vivir”. Yo también estoy convencido de que este incondicional servicio de donación y entrega a los demás, sea el único sentido a nuestra vida.