René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
La nostalgia mueve los hilos de nuestra vida y nos deja sentados y solos esperando a que suceda lo imposible. La locomotora da un bramido pavoroso y expulsa un mundo de vapor que impide ver más allá de la nariz. Es la última estación ferroviaria de este cruento viaje que con esperanza o sarcasmo llamamos vida. Sin decir nada nos levantamos del asiento de madera y buscamos en la parrilla sobre la cabeza, y ya cuando estamos acomodando la maleta para bajarnos en el purgatorio del mundo, descubrimos lo que llevamos y lo que hemos dejado por falta de cupo o coraje. En el fondo de la maleta llevamos la memoria distribuida en cien pedazos unidos por cien olvidos; vemos las cien fotos blanco y negro de los amigos entrañables que nos enseñaron a ser pueblo; los cien boletos de los viajes en tren o en bus que hicimos y que, por el misterio de lo desconocido, nos colgaron en los ojos faroles que jamás dejaron de alumbrar nuestros suspiros; vemos el eco de las cien sonrisas importantes y saboreamos el estruendo de las cien lágrimas más duras golpeando el muelle de las desilusiones; vemos el pedazo de papel en el que escribimos el primer poema de amor con cien versos perversos; la mesa de la cafetería donde nos sentamos cien días a componer el mundo; nuestras cien dudas fundacionales y cien certezas estacionales; vemos las cien herejías de la traición y la fe en la utopía que nos vistió con cien camisas antes de abandonarnos; vemos las sumas y restas que la vida nos obligó a realizar para poder seguir adelante; vemos la entrada al burdel en el que perdimos cien veces la inocencia extasiados en el vaho de la ruda con alcohol.
Y ya cuando estamos en el andén de la estación, sin soltar el estribo del vagón de tercera clase, reconocemos que hemos tenido urgencias necias y penitencias recias; que hemos viajado por los rieles de los amores que matan y de los que resucitan al son del chu chu del tren. Ya en el andén de la última estación del tren de las 5 de la mañana nos damos cuenta de que el silencio es nuestro fiel acompañante; encendemos un cigarro para espantar al zancudo que transmite la fiebre amarilla de la desidia; repetimos de memoria las razones de lo que hicimos y no hicimos; sonreímos al recordar que vivimos en una comunidad asediada por las lenguas del río sucio la cual llamamos la Venecia de los pobres; cargamos en la maleta las imágenes de los palos de mago indio que custodian las casas simulando ser nuestra Manhattan; revisamos que no se haya derramado la ceniza de nuestros muertos que se ha mezclado con la ceniza de la revolución que se quedó en la sala de espera de los diputados.
Sentados en la banca verde de la estación del tren de las 5 de la mañana nos aseguramos de que los zapatos estén limpios y ansiosos; que nuestro orgullo de ser pueblo no esté magullado por la traición infame que martiriza a los pobres; que nuestras costumbres sigan fieles a la costumbre de hacer justicia; acomodamos nuestros pudores mercantiles y sudores fabriles y nos sentimos felices de haber sido depositarios de jadeos candentes en el corredor del mesón que nos guió de la mano en la insurrección del alma; felices de conservar la boca llena de palabras suaves e hirientes; felices de mantener en buen estado los dientes de atol –no alcanzó para la leche- que se aferraron al pezón dulce de la utopía cotidiana; felices de mantener fluyendo la saliva que nos permitió tragar los engaños escarlatas y los bocados no aptos ni para las ratas; de seguir siendo feligreses de la locura poética y de la libertad precozmente profética.
Sentados a la espera de quien nos ayudará a cruzar el lago de azufre, sonreímos porque conocemos las delicias del sexo callejero y del rock con buenas letras; porque nos alejamos de la droga de la amnesia histórica; porque mantenemos los pies en el barro y en el barrio y retenemos los pies perfectos en la boca; porque sabemos mantener el grito en el cielo y los compromisos en el suelo; porque tenemos a Roque y Saramago como amigos del alma; a Silvio y García Márquez como faros, y tenemos que saldar las cuentas pendientes con Judas y Martínez en el juzgado de primera instancia de la demencia.
Cien cositas acomodadas en la maleta que llevamos al último viaje de la ilusión en el tren de las 5 de la mañana; cien palabras sencillas que nos definen: utopía; pueblo; amor; cárcel; hambre; miel; tortilla; lucernario; escuela, libélula, luciérnaga; cien razones elementales para no cortarse con un cuchillo de palo las venas del amor popular; cien pupilas donde vernos alegres; cien mentiras que valen la pena porque nos hacen luchar.
Ahí, sentados en la banca solitaria de la estación del tren de las 5 de la mañana jugando con el humo del cigarro que le dio una coartada al suicidio de la lucha, recordamos que tenemos un as escondido en la manga de los ojos; tenemos la nostalgia sin distancia y la distancia sin nostalgia; tenemos la fe de los pobres; la insolencia del indignado; la foto de las monjas inmortales de la iglesia del pueblo que es el Vaticano de los pobres; tenemos la osadía de Guadalajara y el veneno de la exclusión de Santiago de Chile; la goma moral; el perfume de la tortilla tostada; la violencia del insulto putativo.
En el andén, hacemos el último inventario pedestre y comprobamos que tenemos un techo de libros y caricias furtivas; el morbo del cura del pueblo; los celos de la gatita que aprendió a amarnos desde el primer maullido; la sangre derramada en la memoria; el humo de la cocina de leña metido en los huesos; el lujo de vencer el hambre de nuestros hijos con luchas clandestinas. Tenemos sólo una mejilla, así que no podemos poner la otra; ropas de domingo que usamos los martes; una bandera que cambia de color cuando la traicionan por dinero; leyendas de Macondo zumbando en los oídos; la perversión de Sodoma en la comarca de la diagonal universitaria; la sed que calmamos con sorbos de fresca rabia; tenemos a los Beatles y Boston; horóscopos más certeros que la Biblia y vírgenes que han parido tres hijos; tenemos cien coronas de espinas y ningún laurel del triunfo prolongado… y el río Acelhuate que fue nuestra piscina y Country Club.
Y entonces un suspiro prolongado para espantar el frío de la última estación del tren de las 5 de la mañana nos hace llorar por los cien proyectos utópicos que se marchitaron en el jardín del traidor y un corazón al dos por uno que nadie compró. Tenemos cínicos más afamados que el mejor de nuestros poetas; Quijotes traicionados por Sanchos oportunistas; abuelas que espantan males y abuelos buenos que en su juventud fueron asesinos despiadados; tenemos caminos que llevaban al coma y no a Roma.