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El tren de las 6 de la tarde

René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)

No sé por qué a veces la memoria se me llena con la cara de aquel niño pálido y tenue que no quería reír, que no podía reír. Yo lo miraba, a las 6 de la tarde, cuando iba colgado del último vagón del tren jugando a ser el imbatible vaquero que perseguía y mataba, sin remordimiento, a todos los indios que se le pusieran porque estaban cometiendo el delito de defender su tierra, su cultura, sus casas y sus creencias. En ese entonces de mis doce años, el tren era una larga y ruidosa fila de tortugas que, con sus bocanadas de humo negro, hacía desaparecer a la gente humilde junto a sus trastos viejos, verduras podridas, desvaríos de tres tiempos de comida, ilusiones de feria, láminas desahuciadas, y demás cositas adquiridas bajo el riesgo de empeñar para siempre su futuro.

Su sonido ronco, trepidante, áspero y nostálgico, a las 6 de la tarde, era como la repetición de las melodías tristes, letales y punzantes que, gangosas, salían de los pequeños radios de plástico rojo para meternos un cuchillo en el corazón y luego salir huyendo, con rumbo desconocido, en el rumor de la oscura distancia de las personas mayores que, sólo por joder, habían sobrevivido para cantar y contar el cuento; esas que habían resistido, sólo porque sí, la milonga de los exilios infames sin salir de su país debido a la pobreza y, décadas después, a la delincuencia que confiscó los barrios pobres; esas que habían soportado los valses dolorosos de hímenes y amores rompidos por el hambre y las deudas y las traiciones venéreas; esas que habían perdurado en los tangos llorados sexualmente por haber perdido veinte años; esas que habían aguantado los desesperantes y desesperados boleros sobre las mujeres reales que se vendían, con dolor irreal, en la tétrica impersonalidad de las luces rojas de las ciudades y fronteras. Esas eran, a las 6 de la tarde, unas notas amargas, dolorosas, acusadoras, delatoras, que sólo los adultos más vividos eran capaces de oír sin morir de congoja ni salir corriendo de vergüenza, pero que no eran lo suficientemente tristes como para compararse con el gesto congelado del niño que no quería reír, que no podía reír.

El viejo y amable tren, de las 6 de la tarde, era un nido artrítico, y era un negro y vocinglero latido, cuando me subía a sus apacibles vagones y sacaba la cara por la ventana para sentir el paisaje despedazándose en mi cara… y después lanzaba desde el estribo adioses alegres y gritos sin respuesta. El revisador iba, de asiento en asiento, de plática en plática, pidiendo los boletos para perforarlos, y de sus mangas impecables salían dulces parlantes, los que yo recogía para lanzárselos a quienes -como ese niño que no quería reír, que no podía reír- nos miraban pasar sobre la vía férrea y sobre sus vidas amargas. Todo era felicidad, para mí. Todo era tristeza, para él. Y el niño que a veces asalta mi memoria, pálido, sombrío, lejano, mudo, me veía pasar…. y en ese momento soltaba una lágrima ardiente porque y sólida porque, para él, el tren era el presagio de la emigración forzada que tendría que vivir un día, como lo hizo su padre, como lo hicieron su hermano mayor y sus tíos… y ese predestino migratorio que se mantuvo durante décadas no le interesó a nadie.

La nostalgia manda, a las 6 de la tarde, al recordar que aquél era el tren del embargo nacional que se pasaba llevando las champas con el estruendo de sus pasos telúricos. Aquel era el tren del olvido patrio que hacía olvidar la familia dejada atrás en medio del llanto, la incertidumbre y las desilusiones. Aquel era el tren de un siglo de sangre que drenó las esperanzas y sonrisas de quienes eran familiares cercanos de los tristes más tristes del mundo a las 6 de la tarde. Aquel era el tren de un siglo-miedo en el que se escondieron los fusiles que siempre apuntaban para abajo. Verlo pasar era como ver el desfile de la vida que nos llevaba hasta un túnel sin fin.

La nostalgia manda al recordar que aquél era el tren de un siglo-olvido que no me hizo olvidar la cara del niño que el tiempo puso gris. No sé por qué, pero a veces recuerdo la cara de aquel niño pálido que no quería reír, que no podía reír. Yo le lanzaba mis adioses y lo que él pedía a gritos era un abrazo, tan sólo un abrazo que le hiciera sentir -como si fuese un gatito adoptado- que tenía a toda el mundo junto a él a las 6 de la tarde… Si me hubiera bajado habría impedido que fuera tragado por las fauces de la soledad o de la delincuencia… al final daba lo mismo una cosa o la otra a las 6 de la tarde que es la hora en la que el tren pasa pregonando nuestros pecados y pidiéndonos un abrazo, tan sólo un abrazo.

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