Eduardo Badía Serra,
Escritor y director Academia salvadoreña de la lengua
Dice David Escobar Galindo, en su “Índice Antológico de la Poesía Salvadoreña”, publicado, me parece, en 1994, que “el trípode en que descansa la cultura nacional del presente siglo tiene tres nombres: Gavidia, Ambrogi, Masferrer. Gavidia, el Humanista; Ambrogi, el Descubridor de la naturaleza geográfica; Masferrer, el Moralista Social”. Fuerte y aventurada la afirmación de Escobar, que a muchos probablemente le parecerá reduccionista, pero que no deja de ser razonable y admisible si se examina la obra de estos tres grandes intelectuales salvadoreños. Habrá otros indudablemente, pero Escobar Galindo ha hecho una selección definitoria y muy minuciosa que es bueno considerar. Afirmar que sobre los hombros de esos tres hombres descanse la cultura nacional, es colocar sobre ellos una densa carga llena de una recia responsabilidad. Como digo, podrá parecer a algunos, reduccionista, pero pienso que al margen de ello, Gavidia, Ambrogi y Masferrer tuvieron la capacidad suficiente para asumirla.
Gavidia, (San Miguel, 1863 – San Salvador, 1955) es en mi concepto el humanista más grande que ha dado El Salvador. Historiador, filósofo, sociólogo, polígrafo, poeta, dramaturgo, periodista. Un humanista en todo el sentido de la palabra, y en su forma más auténtica. Hombre que en todas sus expresiones cotidianas fue siempre modesto, estudioso, limpio de conciencia, honrado, un auténtico patriota, siempre responsable con su pueblo; y sin embargo, dolorosamente olvidado por los gobiernos, que lo trataron injustamente, al margen de las rectificaciones puramente formales que trataron de hacerse en los últimos días de su vida. Su retrato, expuesto en el viejo Paraninfo de la Universidad de El Salvador, fue mancillado por una bayoneta en manos de la ignorancia, de la prepotencia y de la fuerza bruta. Decía de él juan Felipe Toruño que “es un caso de generación espontánea……es casi un milagro….la literatura salvadoreña arranca con él…antes y después de Gavidia, el panorama es desértico…”. Pueda que exista algún nivel de exageración en lo anterior, pero en todo caso, asombra la prolífica producción de este hombre, que todo lo hizo con calidad, que fue siempre el primero, ante quien vibraron al unísono grandes plumas del mundo, y que, como él mismo afirmara al abandonar sus estudios de Derecho, prefirió formarse solo y lejos de las Academias. Su obra se vuelca al pasado en busca de lo nacional; su gran preocupación, la difusión de los valores cívicos; siempre dio gran importancia al conocimiento de los griegos y latinos. Asombra reconocer que a él se debe la transformación de la formalística española por la formalística modernista, la introducción del alejandrino francés al español, y la adaptación del exámetro a la poesía castellana. Fue, junto a Darío, el iniciador del modernismo en Hispanoamérica. Dominó el griego, el latín, el francés, el alemán, el italiano, el inglés y el árabe. Estudioso de la iconografía azteca y su calendario, conoció en su interior misterio el pueblo al que él perteneció y al que volcó su esfuerzo, lejos de las ansiedades políticas, de los honores y de las vanidades.
Ambrogi, Arturo, (1875 – 1936), es otro caso. Es otra de las personalidades más recias y definidas del humanismo y de nuestra literatura. Es el escritor nacional y universal, perfectamente traducible a todas las lenguas de la Babel humana. Descriptivo sin cansar, observador implacable de nuestras miserias, desbordante en el asombro ante el fuerte y cromático estallido de nuestro ámbito geográfico y humano. Su obra es un cuadro, una melodía, un rumor de parroquianos, una postal de un país que cada día parece un sueño irrecuperable. Amó el campo con especial fruición y nos lo dejó para siempre. Dice un estudioso de su obra, Julio César Ávalos, que Ambrogi “situó la literatura dentro del ambiente nacional o, lo que talvez sea más valioso, hizo literatura partiendo de la realidad local. Al hacerlo, empleó un estilo nuevo, con un vocabulario que, aunque elegante y rico, era sencillo y directo, tomado en parte de los propios campesinos”.
Y Masferrer, finalmente, probablemente el que más conozcamos aunque también el que menos seguimos, fue el que polarizó posiciones, el que desató pasiones, el que creó polémicas alrededor de la realidad salvadoreña. Viviendo una de las épocas políticas, sociales y económicas más críticas que se recuerdan en el país, estuvo siempre activo, a la vista, y nunca su pensamiento se escondió siguiendo al temor y al miedo. Masferrer es el filósofo social, el sensible vitalista. Ampliamente elogiado, su obra ha sido reconocida como real y crítica, aceptada por todos, pero por nadie llevada a la realidad. A Masferrer lo hemos leído, hemos aceptado su pensamiento, pero no lo hemos trasladado a la acción, penosa condición esta que debe avergonzarnos, y mucho. Por ello, se enarbola una escusa muy poco prudente y para nada aceptable: Se le califica como un utópico, y sobre ello se esgrime el argumento de no seguirlo en la realidad y en la acción. La hondureña Gabriela Bográn ha dicho: “Si buscara un símbolo para la vida de don Alberto Masferrer, al punto escogería el diamante, por el dolor que le calcinó la entraña hasta cristalizar en luz, por su don de pulir almas, por la convicción profunda de sus ideas y por sus múltiples facetas, siempre luminosas….”. Cito lo anterior por la belleza de la expresión y por la alta manifestación de respeto y admiración por el Maestro de Alegría. Masferrer nació en esta ciudad, entonces Tecapa, en 1868, y murió en San Salvador en 1932.
Claro, Antonio Najarro, El sabio Barberena, Don José Gustavo Guerrero, Don Romeo Fortín Magaña, doña María de Baratta, Alicia Lardé de Venturino, Salarrué, Hugo Lindo, Rivas bonilla, González Montalvo, Sarbelio Navarrete, y algunos otros. Pero ello no quita validez a la afirmación de Escobar Galindo, pues todos estos que cito se sintetizan en un atanor venturoso del cual surge como producto esta tríada formidable: El humanista, el geógrafo y el moralista, Gavidia, Ambrogi, Masferrer.
Amigos: Volvamos por lo nuestro, no nos dejemos roer las entrañas con falsos progresos y peligrosos aculturamientos. El país tiene grandes figuras, grandes obras. Desempolvemos los anaqueles y volvamos por ellos y por ellas. ¿Porqué no comenzar con estos tres que como dice Escobar Galindo, y yo le sigo en su afirmación, constituyen “el trípode en que descansa la cultura nacional del presente siglo”?