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El último ángel de la guarda (1)

René Martínez Pineda

Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

Ya teníamos seis días de estar asilados ahí, huyendo de los escuadrones de la muerte que nos respiraban en el cuello, a los tres por igual, porque en ese tipo de cosas los verdugos son bien democráticos. “El partido” no puede darles seguridad ni cobertura financiera en este momento, compas, así que busquen ustedes por su lado cómo pasar la tormenta, dijo, “Yuri”, en la reunión clandestina a la que nos convocó, el día que inició el asedio, en el campus de la UCA, que en ese entonces era un lugar relativamente seguro. “Yuri” -un muchacho de piel pálida a ultranza, pocas y magras carnes, obscena cantidad de huesos y mucho pelo sin ningún orden humano; siempre se comportó como un fantasma sin rutinas que, por ser el responsable político-militar de la estructura universitaria de las Fuerzas Populares de Liberación –FPL-, nos “bajaba la línea” enviada por “el partido” –siempre en creativos “correos” clandestinos- y acto seguido, se retiraba como bruma tocada por los primeros rayos del sol. Ese día, entre cigarros fumados hasta el filtro, nos quedamos deliberando un largo rato, decidiendo si nos cuidábamos en grupo o si cada quien salvaba su pellejo. La primera decisión que tomamos fue andar sin la cédula de identidad personal, para no ser identificados en algún cateo de buses.

Seis jóvenes de la solidaridad internacional que andaban en misión humanitaria en la Universidad de El Salvador, abatidos por nuestra seguridad física al enterarse del seguimiento feroz del que éramos objeto, nos pidieron que nos hospedáramos con ellos en el hotel y sin pensar en sus propias vidas y sueños por cumplir, se ofrecieron a ponerse de escudo blindado para impedir que, encapuchados e hidrofóbicos, entraran por nosotros: -¡Ahí están esos hijos de puta subversivos, agárrenlos a los tres!- y que en el parte policial nos dieran por desaparecidos o que apareciéramos feos, fríos, decapitados y chulones en las rocas volcánicas de El Playón y sin la opción de resucitar al tercer forense.

A las nueve y siete de la noche, justo cuando cenábamos en el pequeño bar del Hotel Ritz, un fulminante trueno de huracán seco hizo trastabillar la luz mortecina de las ocho lámparas de la calle, quebró los parabrisas de cuatro de los seis carros aparcados frente a la puerta principal -sólo los marca Ford, como dato curioso y alegórico- y su densa hojarasca se fue a incrustar en los chalecos de los jóvenes diminutos y sin gentilicio que tiritando de frío, ayudaban con sus maletas a los huéspedes tardíos traídos desde el aeropuerto por los taxis bajo el régimen de comisión.

Fue una grotesca, vaporosa, ácida y tibia flatulencia exhalada a lo lejos por un explosivo, de fabricación clandestina, que surcó a toda velocidad las paredes de los cuatro pisos y se trabó en nuestros oídos, convirtiendo en polvo inasible la enorme y vieja lámpara del vestíbulo, una Swarovski -de cristal cortado en ayunas- traída por el dueño desde Austria, en 1971, para darle un aire aristocrático y místico al hotel, pues afirmaba, documento original en la mano derecha, que había pertenecido a Mengele, el médico y antropólogo nazi que torturaba en nombre de la ciencia de Hitler. Los pocos huéspedes (su apariencia desaliñada y mítica los delataba como periodistas de guerra) que estaban bebiendo café con Jack Daniels Honey en los sillones de la sala de espera, fueron picados por los vidrios que, como zancudos insaciables, se prendieron de sus cuerpos que casi fueron calcinados por un lengüetazo de fuego que, sinuoso, se coló por debajo de la puerta. Un brioso olor a verduras quemadas y a pescado rancio se apoderó del lugar, lo que nos hizo deducir que el estruendo venía del mercado central. De seguro fue un coche-bomba de “los muchachos”, dijo, apartando el plato de comida, Mary Ann, una feroz militante de la solidaridad norteamericana quien junto a su compatriota, la entrañable Robin, y a Eurídice (la enigmática italiana de ojos almendrados y tatuajes leves que a cada rato decía “Sono il demone dei tuoi demoni”) captaban dinero para financiar a la guerrilla y al movimiento de masas.

Tenía razón. El coche-bomba era un arma poderosa de amplio alcance y espectro que junto al armamento popular, cambió en cierto modo la desproporción en la guerra. Entre los muros de la zona de verduras y el hotel había seis calles repletas de edificios históricos ataviados con propaganda electoral que prometía cambios radicales, cientos de miles de empleos y presidentes sin partidas secretas ni pasado, de modo que, haciendo cuentas cabales, la onda expansiva se trepó como gato en brama sobre los techos y todavía tuvo aliento para desmenuzar la lámpara. Mejor apartémonos de las ventanas, dijo, Raymond, con la voz cortada por el cuchillo tenebroso del miedo incontenible.

Los policías municipales –los “choriceros” (así les decíamos, con odio y sarcasmo cierto) que cumplían funciones de “orejas” para la inteligencia del Estado y sus serviciales matarifes paramilitares- auxiliados por un tétrico pelotón de policías y bomberos mohosos que, como tic infame, se rascaban el culo ardorosamente en cada paso dado, llegaron al instante para proteger el inventario de los almacenes dañados –sobre todo el de Almacenes Simán- sacudieron los escombros en un dos por tres; clausuraron las ficticias puertas y ventanas de las calles, y pusieron orden en el desparpajo, no sin antes robarse unas cuantas cosas mal puestas: toallas, zapatos, relojes y calzoncillos Norma. Fue hasta en la mañana que los empleados del hotel barrieron los vidrios y limpiaron las paredes hasta dejarlas pulcras. A cuatro cuadras del hotel, los restos del coche-bomba permanecían intactos y sólo eran revisados, revés y derecho, por los ojos de los curiosos peatones que se amontonaron desde unos minutos antes de que saliera el sol. Más allá de ese pequeño tumulto de gente, las calles estaban desoladas y frías, y parecía que nos daban el aviso de que se podía escapar del hotel sin ser vistos ni olidos por los escuadroneros que, con los pantalones anegados de su esencia, abandonaron la posta un nanosegundo después de la explosión, como lamidos por la sinuosa onda expansiva.

Cuando por fin una roñosa grúa de la Maestranza del Ejército enderezó lo que tenía que enderezar y levantó lo que tenía que levantar, quedó en evidencia una telaraña de escombros humeantes que le daban una forma inenarrable y surrealista al artefacto.

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