René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
Fue entonces que descubrieron el cuerpo de una mujer, de veintitrés años más o menos, que sostenía en la mano izquierda la foto vieja de un niño. Su otra mano estaba fundida uniformemente al timón, como si hubiera cerrado muy fuerte los ojos en el momento de la explosión para no sentir nada. Lo raro del cuerpo era que, a pesar de que el impacto fue bestial y unánime, estaba totalmente ilesa; muerta, pero ilesa; esperando como piedra a alguien, pero ilesa: fría y rígida como cadáver, pero ilesa. Tenía pintada la sonrisa irreal, fija y tierna de la satisfacción que siente un ángel de la guarda cuando protege o libera al amor de su vida; el pelo lucía apenas descompuesto no obstante el interior del auto estaba raído y chamuscado de este a oeste; en la muñeca izquierda tenía una pulsera negra con dos calaveras hermosas con ojos de rubí. Los detectives concluyeron que era la novia de algún guerrillero asesinado que estaba tan triste e indignada que decidió suicidarse de esa forma ruidosamente política.
En efecto, ese fue un suicidio anómico y fue una forma altruista de propiciar nuestro escape del hotel y aunque eso último no lo sabíamos, huimos de inmediato, aprovechamos el caos vocinglero y salimos caminando como Juan por su casa, pero siempre bajo la protección fiel y meticulosa de los internacionalistas. ¿Están seguros de que esa es la casa? preguntó, Eurídice, mientras chequeaba y contra-chequeaba la calle para asegurarse de que no los habían seguido. La pulsera era un misterio que se agrandó porque la mujer portaba su documento de identidad personal (la cédula), según el cual había fallecido seis años antes, el 14 de mayo de 1980, para ser exactos y tenía sesenta y cinco años de edad, los que no cuadraban con su salvaje y pulcra fisonomía macedónica y con su rostro recién tallado.
Tanto la pulsera como la discrepancia en el documento de identidad -atribuida por los detectives a las estratagemas de la clandestinidad subversiva- fueron datos decisivos solo para mí, pues la seguridad del Estado no averiguó nada específico de ella, ni pudo descifrar los logaritmos irreales de su edad-cuerpo. Un día después del escape del asedio, ya en una de las casas de seguridad de la guerrilla -en la colonia Guatemala, casa # 26, a unos trescientos metros del cuartel de la Guardia Nacional, lo cual era una osadía furtiva- vi en El Diario de Hoy (con los muertos de mañana) la foto de la mujer misteriosa, quien incluso muerta lucía hermosa y fue entonces que lo supe todo porque lo recordé todo. La conocí a finales de los años 70, en Arriaga, Estado de Tapachula, comiendo tacos -con doble ración de cilantro y su infaltable café de olla- en un humilde chalet en la entrada de la terminal de los buses que llevan directo, doce casetas migratorias de por medio, hasta el laberinto inenarrable del Distrito Federal. Yo estaba de paso por esa ciudad de la que ni Dios se acordaba, aunque el destino me colocaba bien lejos de ahí, en otro tren, en otra estación, en otra paradoja del tiempo (…) así juega la nostalgia a construir recuerdos sin memoria cuando se juega “mica” con la muerte. Al fondo -justo allá, debajo de aquellas dos filas de árboles doblegados por el sol- los buses aullaban como perros encadenados anunciando que partían hacia lo indecible; y los vendedores ambulantes, niños en su mayoría, se rompían la garganta con tal de vender los restos mortales de sus canastos y canastitos.
Yo salí del país huyendo de la represión de la dictadura militar, y como última opción iba, de fiado, rumbo a los Estados Unidos, atravesando valles remotos y detalles simples, y no obstante el sopor feroz de la larga travesía, aún recuerdo la paradójica, fascinante y letal impresión que me causaron sus generosas nalgas de fanática empedernida de Sherlock Holmes, labradas con una fidelidad geométrica al borde de la locura eyaculatoria; su pelo lacio absolutamente negro que, a pesar del calor seco y agobiante, lucía recién lavado en la pila bautismal de sus hombros soberbios como canción de Silvio; y una pulsera negra con dos hermosas y raras calaveras con ojos de rubí soñando el porvenir del ir. Tenía un depurado rostro de alemana culturalista con tenues pero contundentes rasgos latinos, un perfecto acento vasco que podía pasar a acento argentino de una palabra a otra, y su talante, fuera de este mundo y del otro, hacía creer a todos los que estaban con ella que era la única persona en el lugar y que era capaz de vencer al tiempo y jugar con el espacio.
Pero no era alemana ni argentina y para ser sincero, nunca supe dónde había nacido ni qué había estudiado, quizá por eso su aura de misterio era casi adictiva. En unos cinco minutos leí en sus ojos almendrados toda su biografía, y me fue tan familiar y tan memorable y tan decodificada como si la conociera de siempre: -¡Hola! ¿qué tal? tenía y tendré mucho tiempo de no saber de ti. Si, verdad, es que he andado salvándote sin que lo supieras. Vivió su infancia y parte de su juventud yendo y viniendo de la Esquipulas de la bisabuela, la Antigua Guatemala del denso misterio clerical, la Ciudad Delgado de la lucha cotidiana de los coheteros, la Buenos Aires del Che y La Habana de Fidel, la ciudad que más amaba y más resentía porque en sus propias palabras, era un antiguo castillo encantado cuya posición ideológica entre el comunismo y el capitalismo, y su posición geográfica más cerca de Miami que de Centroamérica, le daba una personalidad paradójica, erudita y seductora que era acentuada con calles estrechas que obligan al roce solidario, bares bohemios autografiados por Hemingway y García Márquez y al fondo, con un malecón letrado y locuaz por el que vagaban espías insondables, líderes populares asesinados en secreto y personajes mágicos con nombres indecibles y profesiones irreales: afiladores de cuchillos de papel; adivinadores del pasado; sacerdotisas de la lujuria episcopal; reinas hermosas con zapatillas de cristal; besadoras a domicilio; domadores de pesadillas; mensajeras de amantes en riesgo; guardadoras de secretos indecibles; hacedores de milagros cotidianos; enderezadoras de sueños; espantadores del mal tiempo sin buena cara; y ángeles de la guarda empíricas.