El último consejo
Por Wilfredo Arriola
Espero que tengas buena suerte y si la tenés, que la merezcas. Le dijo al final del día su padre, que pronto se marchaba para un largo viaje del que no sabia cuando iba a regresar. La suerte, pensaba el muchacho de unos escasos veinte años, se le escurría por la ventana. Cuando la vida te toca con las palabras de alguien querido, siempre hay una banda sonora que lo ameniza. La lluvia, el viento, la casa perfectamente desordenada y aquel ritmo de fuga que eterniza el momento.
Atesoró las palabras, como un secreto del que uno es cómplice. Las cosas que se queden dentro de sí, se hacen parte de lo nuestro, pero bien recordaba las palabras de Romy Schneider, “la suerte no se puede almacenar”, es un remate y solo los que están preparados pueden sacar partido de ella. Aunque a veces, a lo que uno llama suerte no es más que la desgracia vestido del amor de nuestras vidas. También recordó las palabras que leyó en aquel libro en su infancia: “Encuentra lo que amas y deja que te destruya”. Un poco se desmoronaba al ver su padre, irse por las calles donde corrió y ahora eran nada más, las mismas que le aguardaban cuando volvía de clases y eventualmente de un trabajo por días que tenía. La ironía juega un papel transcendental, en todo, una vez uno la conoce, se queda pegada para siempre. Su padre le deseaba suerte y no solo eso, sino que fuera digno de merecerlo. Las cargas más pesadas son las que no se miran, pero estorban como si nos hundieran, y solo aquellos que nos conocen saben cuándo no la soportamos del todo.
Ironía de escuchar la suerte de la boca de su padre y la de contener la soledad que dejaba al partir. No se sabe cuando se dice adiós para siempre, y está bien a veces no saberlo. Cuantas veces, —reparaba—, dijo adiós por última vez, un día cualquiera y esa seca despedida jugara de titular en el partido final de la vida de alguien. La muerte se parece a las despedidas. Sus nudos los ata la desconsideración.
Se fue y todo quedó en silencio, uno más hondo, uno nuevo, no conocido. La casa se hizo ancha y cada decisión era ahora con la sentencia de: ¿lo haría así mi padre? ¿me equivocaré? Las preguntas que uno se hace así mismo nos definen y sus respuestas nos forjan. La intuición jugaría un papel fundamental para lo venidero que siempre es desconocido.
La suerte, esa frase le rondó en su cabeza… con ella no solo le dejó una de las mejores lecciones de su vida, también le abrió el portón de la meditación. Reparar en esas pocas palabras hizo que se conociera así mismo, mitad con pena, mitad con orgullo. Los minutos de aquella tarde de despedida se hicieron una luz para guiar el futuro.
La suerte, volvía y volvía. Siempre supuso que no existía, que era la carta de presentación de los mediocres y que, quien hacía de la suerte su bandera era ciudadano de una patria que no conoce. Que la gente de bien te desea éxitos y los que no confían en ti, te desean suerte. Y su padre, quien lo sabía todo o por lo menos lo que el necesitaba saber, le dijo algo más, que lo mereciera, y eso es fundamentalmente todo. Merecerlo.