René Martínez Pineda
Un día de estos, o un día dentro de muchos días, los pseudointelectuales de letrina, los políticos del noveno círculo del infierno de Dante, y los académicos endémicos que empiezan a contar los días que les faltan para jubilarse desde el primer día de trabajo, esos tipos olorosos a culo sedentario y a libros que nunca han leído -y mucho menos escrito- que se declaran como seres sin ideología, pulcros y enemigos del fútbol; esos pseudointelectuales que sufren de eyaculación precoz y los académicos atroces de mi país, serán sentados en la silla del escusado de los acusados y serán interrogados por el hombre humilde que va en camisa hacia donde, diariamente, le exprimen la sangre y el sudor y la bilis. Y a esos tipos se les preguntará, a bocajarro, sobre las infamias públicas y traiciones rojas que cínicamente pregonaron a la salida del Banco; se les preguntará por lo que no hicieron cuando al país se le iban apagando, uno a uno, los faroles del júbilo masivo como hoguera de brasas agonizantes, olvidadas y ahogadas en su propio calor dulce.
Un día de estos, o de aquellos, los pseudointelectuales sin neuronas, los políticos del atol y los académicos montoneros que se roban la socialización para robarle tiempo al Estado, no serán pelados ni interpelados sobre la marca y precio de su ropa y zapatos impecablemente lustrados con semen nocturno, ni sobre sus largas orgías después del café de la tarde en los lupanares de la vieja política; tampoco se les preguntará sobre sus inocuas cruzadas que lanzaron contra lo etéreo, ni sobre su ontológica y escatológica forma de acceder al dinero ajeno con la Constitución bajo el brazo, porque eso ya consta en la instrucción de cargos. No se les hará un examen oral sobre la historia de la demagogia o sobre la mitología cuscatleca presente en La Metamorfosis y El Príncipe, ni sobre si sintieron asco de sí mismos cuando lamían la región finita y negra del espacio -de la que habló Hawking- que palpita ahí donde la espalda cambia de nombre, justo cuando decenas de miles, en el fondo del país, se disponían a morir en las maquilas, en la frontera del norte o frente a una pantalla que los amaestra y los saca a patadas de la realidad para que no cambien el mundo a imagen y semejanza del que pide fiado en la tiendita de Don Chamba.
Nada de eso se les preguntará en los interrogatorios de la justicia popular, ni se les preguntará sobre sus coartadas absurdas y pruebas burdas amamantadas a la sombra de una mentira nauseabunda y rotunda. Ese día, o cualquiera día, vendrán los hombres y mujeres sencillas a hacer preguntas complejas sin complejos sobre la traición al pueblo en todas las expresiones de la vida. Los que nunca caben en los libros de exóticas teorías sin práctica que los académicos escriben para ganar un poco de fama, ni caben en los cuentos y versos de los escritores e intelectuales apolíticos y de los políticos sin intelecto, pero que llegan todos los días -con pandemia o sin ella, con delincuencia o sin ella- a dejarles el pan francés, las tortillas y los huevos que tanto necesitan, hasta la puerta de sus casas; los que les zurcen los calzoncillos mancillados por la socazón de ser descubiertos; los que les manejan los carros de lujo y las carretillas golosas del supermercado; les cuidan sus perros para que no les llegue el moquillo de la justicia, esos que nunca caben en su mundo de haciendas y rascacielos tendrán el turno de preguntarles: ¿Qué putas hicieron ustedes cuando los pobres sufrían, y se quemaba en sus casas la ternura y la vida y las ilusiones? ¿qué hacen ustedes hoy que se quiere imponer la ausencia sobre la presencia en las aulas para hacer de la haraganería y oportunismo una ganancia marginal de la privatización de la realidad? ¿qué pueden decir a su favor si son ustedes los autores intelectuales y materiales de esas infamias claustrofóbicas y pedagógicas?
Y ese día, o cualquier día, ustedes, los Intelectuales apolíticos, los políticos sin intelecto, los historiadores sin historia, los antropólogos sin etnografías y los académicos endémicos de la peste negra de la ausencia en las aulas de mi país, no podrán responder nada, no sabrán qué decir, ni dónde acomodar los jardines colgantes del escroto. En ese interrogatorio que harán los ofendidos de siempre los va a devorar el zopilote del silencio sin entrañas; serán roídas sus desalmadas almas por la rata de su propia miseria. Y entonces guardarán silencio y, si todavía tienen un poco de dignidad en los riñones, se sentirán avergonzados de sí mismos.
Y ese día, o cualquier día, para que las huellas de mi historia no lloren por mi alejamiento; para que las palabras no sangren en mi mano, preguntaré lo que debió preguntarse muchos años antes de que la traición fuera en contubernio; para que mi rostro de fronterizas fealdades no se salga del espejo, preguntaré las preguntas correctas; para tener la certeza de que un nuevo país me crece en los intersticios de los huesos de la conciencia, preguntaré lo que nadie quiere preguntar por creer que es más cómodo ser un encomendado.
Un día de estos, o de aquellos, los pseudointelectuales de psiquiátricas poses, los políticos sin intelecto y los académicos oscuros que se roban la socialización de nuestros jóvenes, no serán pelados e interpelados sobre la marca y precio de su ropa histriónica y sus zapatos pulcramente lustrados, se les preguntará por la tierra de todos que ha sido confiscada por pocos dejándonos en la indefinición de la nostalgia. Este día, o aquel otro, en que se instale el juicio contra la ignominia, sabré las razones por las cuales no debe morir el pueblo a manos de la amnesia y la ausencia en las aulas y las calles; navegaré sobre las olas de mi voz y recitaré de memoria las preguntas de mangos verdes y luciérnagas maduras que siguen en estado silvestre; no perderé el equilibrio en la cuerda floja de mi denuncia presencial contra los humanistas y pedagogos asesinos de la educación de una generación completa, porque hay dentro de mí un indigente que duerme sobre los cartones orinados de las metáforas del pueblo que bajo las piedras, adentro de la estrella que señala el camino a casa, husmeando los pétalos caídos entre las radicales manías de la última ilusión, palpitando mundos en el inframundo de la pobreza, siempre acabo hilvanando el nombre pequeñito del país en palabras graves como justicia, desarrollo… cárcel.
Y ese día, o aquel otro, después del último interrogatorio a los políticos sin bazo, a los pseudointelectuales y a los académicos de maquila, tu nombre será pueblo y tu apellido pueblo, y sonará alegre como guitarra cuyas cuerdas son los surcos afinados sin crepúsculos en la boca para no callar la traición de los interrogados que se robaron la realidad concreta de la vida concreta para que los jóvenes no la transformen con su presencia.