Kenny Rodríguez
Escritora y poeta
Me despedí de él justo en la parada de buses que está cerca del Hospital de Maternidad, for sale estábamos violentando las normas, prescription porque yo no debí llegar cerca de donde seria recogido por quienes lo llevaban al Volcán de San Salvador. Nos abrazamos, generic nuestros labios no querían apartarse, -dijo –no hagas ningún desvergue, yo sencillamente me sonreí, porque sabía que eso era imposible para mí. Vi su espalda marchar hacia el destino y en mi vientre un golpecito me recordó que había que cuidarse.
Cuadras antes venia frotándose las manos que sudorosas le temblaban, habíamos enredado nuestros dedos en casi todo el trayecto, y me mordió un hombro en son de broma, yo entendí que estaba nervioso, le hale la oreja y guardamos la compostura; del bus nos bajamos varias cuadras antes para caminar y conversar, no supimos que está sería nuestra última caminata juntos, sobre la primera calle poniente de San Salvador.
Compro dos vigésimos de lotería me los entregó y soñó dejarme una gran herencia para el futuro descendiente, tenía cinco meses de andar en la locura, sabía que íbamos a tener un bebé y en verdad era un hombre deseoso de criar y educar a alguien, por algo durante mucho tiempo, yo le llame maestro.
Siempre tuvo cinco años más que yo, por más que me esforzara en alcanzarlo, no me lo permitió, y ser mi maestro le daba ciertas ventajas, escucho algunas historias que estos labios no repitieron jamás, de infancias, inocencias robadas, escapadas, sueños juveniles y de planes a corto plazo, porque a largo, no era posible hacer.
En una de las cuadras encontramos ventas ambulantes, le invite a una soda y el me compro un pan mata niños, luego me dijo que no me lo comiera, que eso no era nada nutritivo y se comió los dos, pero saco de su mochila un pan integral con atún de los que meticulosamente había preparado en la mañana y me lo entrego, esto si – dijo- esto le hará bien al pececillo.
Según su propio relato, no había podido despedirse de la madre y eso lo ponía bastante encorajado, no había tenido tiempo suficiente entre una actividad y otra para visitarla y según sus palabras, darle un largo y amplio abrazo, tenía fe sincera de verla pronto.
Hacia un par de días me había contado de nuevo que su madre le cargo sobre las espaldas, cuando de pequeño esa enfermedad en los pies no le permitía caminar y desde la finca donde creció hasta el pueblito más cercano, ella lo llevaba a curación, siempre recordó esa espalda sobre la que viajo y siempre fue esa presencia la que más lamento dejar, en los viajes de ida y venida que le impuso el proceso.
La noche anterior hicimos un listado con nombres para su retoño y la negociación fue dura y risible, propuso nombres extraños para mí, que estuve alejada siempre de la religión católica, él sabía perfectamente que las imágenes de santos y semejantes eran demonios que danzaban en mis miedos; propuso entre los nombres Natanael, que según contó, era de una vaina escrita por San Juan que trataba sobre alguien a quien el Cristo después de resucitado se le presentó, en el Mar de Tiberiades, ni entonces, ni ahora, yo corrobore su versión, pero le creí.
En la lista desfilo: León, Felipe, Patricio, Otoniel, Feliciano; a fuerza descartó Amílcar por ser su nombre y Roque por ser el de mi papá, pero sobre todo porque le hable de mi locura desproporcionada de no repetir nombres que ya estaban en la familia, no le pareció pero cedió, después de mi larga argumentación de no querer nombrar hijos en círculos familiares en donde ya no se sabe quién es quién. Con los nombres de mujer tuvimos ciertas ocurrencias pero estos cuatro fueron finalistas: Luna, Marcela, Mariposa y Alfonsina, entraba la madrugada por la rendija de la puerta cuando llegamos a la decisión, no dormimos, él debía partir pronto.
Cruzamos una calle mientras hablamos del nombre, estábamos contentos de llamar de alguna forma al pececillo, llegados a la siguiente acera se agachó, puso la mano izquierda sobre mi vientre y le dejo instrucciones precisas a la panza, -dijo- te amo, crece, te veo pronto y se me cuida Marcela Alfonsina o Patricio Natanael, el pececillo dio un saltito y le robo una carcajada, si se mueve el jodido, dijo alegre.
Venía haciendo cuentas de sus años de estudiante y lo mal que le fue entre despistes y faltas, dijo si, que estaba dispuesto o terminar la Agronomía o la Filosofía o ambas, porque tenía nidos en la mente, cosas que decir, necesitaba conocimiento y herramientas. Yo le dije, enseñoreándome, que algo era bien seguro, antes de cualquier carrera suya, yo estaba graduada porque era disciplinada e inteligente, se adelantó unos pasos, me señalo con el dedo la nariz y se cago de la risa, seguro se lo tomo en serio, pero tenía su forma de decir estoy de acuerdo o te creo.
Traía puesto un jeans oscuro y una camisa azul, habíamos repasado la pequeña lista de cosas que yo debía enviarle en cuanto me fuera posible, una sábana verde, calcetines, camisa negra, dulces de jengibre, mentas, dos latas de atún y una bufanda, porque la garganta siempre le cago la finta –así lo dijo- nos reímos, ya por la mañana se había echado como veinte estornudos, era octubre, había viento, polvo y muerte en el ambiente.
Habíamos hecho un repaso de las quebradas y veredas de nuestro pueblo, las salidas, entradas, los principales puestos enemigos, las casa de familiares, amigos y colaboradores y todo lo que pudiese significar ponerse a salvo en caso de ser necesario. Quería llevarlo todo fresquecito en la memoria porque le adelantaron un poco de lo que se requería, quería irse preparado y lo estaba. Su preocupación –lo dijo- era entrar al frente por una zona tan caliente: San Roque.
La noche anterior pidió su arroz preferido, sencillamente blanco sazonado con caldo de pollo, hablo con las plantas como buen jardinero, limpio la casa, hizo sus cuentas, escribió uno que otro verso, preparo su mochila, lapiceros, papel, y contrario a todo lo vivido me pidió que le acompañara al día siguiente hasta unos pasos antes de su destino, quería –dijo- estar cerca de su pececillo.
Dic. 1990