Carlos Girón S.
Gerard Anaclet Vincent Encausse (más conocido como Papus) fue quien, en tiempos modernos, digamos, alrededor de 1885 revivió el concepto de sabios de la antigüedad que afirmaron que nuestro planeta Tierra es un ser vivo… Encausse fue un médico y ocultista francés de origen español, gran divulgador del ocultismo, y fundador de la moderna Orden Martinista Tradicional.
Él afirmó: “La Tierra es un ser vivo, y no en sentido figurado, sino real; es un ente que tiene todas las características que definen a un ser vivo e inteligente. Y siguió afirmando: Todo está vivo en la naturaleza. La Tierra es un ser viviente como lo es un perro, un árbol, un hombre, un mineral o el propio Sol.
Por inferencia y por lógica se puede decir también que las leyes de la vida no se limitan al ámbito de nuestro planeta, sino al de todos los demás que puedan existir en el cosmos… Esto seguro que lo han deducido hace ratos nuestros astrofísicos, pero aparentan que exploran otros lugares donde pueda haber indicios de ese Don, el hálito de la vida, que nos ha dispensado el único y eterno creador: Dios.
Pero estos científicos han dado un paso adelante afirmando también que el Universo es un ser no solo vivo, sino también consciente. Esto también lo sabían y exponían los místicos de las Escuelas de los Misterios en el Antiguo Egipto.
Ahora bien; ¿por qué el Universo y el hombre somos conscientes? Por una razón simple: porque quien nos trajo a la existencia es algo o alguien que sin duda posee ese atributo; y ese alguien es nuestro creador: Dios; con el agregado de que él, sin duda alguna, es autoconsciente, se da cuenta natural y perfectamente de que él es, que es el “Yo Soy” –el Ego Sum Qui Sum-, como se lo dijo a Moisés cuando lo envió a Egipto a liberar a los israelitas y Moisés le preguntó qué diría cuando le preguntaran por qué hacía tal cosa. Entonces siendo una emanación de él, consecuentemente, el Universo y el hombre somos entes autoconsciente, siendo los únicos seres o entes que gozamos de este atributo, es decir, darnos cuenta de que somos, que existimos, facultad que no poseen los animales en la escala inferior de nuestro reino animal, como tampoco las plantas y los minerales.
Los antiguos también establecieron el parangón de llamar al Universo, Macrocosmos, y al hombre, Microcosmos, es decir, el gran Cosmos y el pequeño Cosmos. ¿Será arbitrario y sin razón ese parangón? No.
Conocedores en gran medida de lo que es el Cosmos y su funcionamiento o las leyes por las cuales se rige, descubrieron que de igual forma es el funcionamiento del hombre –tanto en su parte física, como en la inmaterial o espiritual-, que también son gobernadas por las mismas leyes universales. Por eso aquellos antiguos también establecieron la analogía de que como es arriba, así es abajo, y viceversa.
El Universo “surgió de las manos del creador”, no solo tiene consciencia, sino que es autoconsciente. Y como consciencia es inteligencia, la del Universo es parte de la Inteligencia Divina, siendo tal la razón para que todo lo que está contenido en él se mueva en orden y con equilibrio, al ritmo de las sabias leyes naturales que se sabe que son invariables e inmutables.
Por esa razón y porque el hombre es una creación a imagen y semejanza de su Creador, debería ser perfecto y regirse por aquellas mismas leyes del Universo y la naturaleza. Pero, ¿por qué no lo es? es la gran pregunta que ha sido quebradero de cabeza de los grandes pensadores de todos los tiempos, clérigos, profetas, filósofos, científicos, literatos. Y, en verdad, esa pregunta es una que solo puede responderla con toda sinceridad cada uno, cada hombre, cada mujer por su cuenta. Y no hay excusa para no poder o querer responderla.
Ahora reconozcamos que para ayudarle a andar por el sendero que lo encamine a la perfección –herencia divina- Dios ha inspirado a quienes se han adelantado, encaminado y avanzado en ese sendero –santos, profetas y místicos- para que formularan códigos y Escrituras Sagradas con normas sabias de conducta y comportamiento recto, limpio, puro, que se traduzca todo ello en una vida provechosa, apacible, productiva, constructiva y además altruista y solidaria con sus semejantes, lo que le traería como recompensa paz, tranquilidad, gozo, salud, prosperidad y felicidad.
Y para facilitar ese propósito, los santos del pasado nos han dejado también el DECÁLOGO, con el cual, dándole fiel cumplimiento a cada uno de sus preceptos, los humanos llegaríamos a la puerta de esa perfección –meta final de todos nosotros, en lo individual y colectivamente-.
Sí, cumpliéndolos efectivamente, podríamos estar seguros de que desaparecerían las lacras, los males, las penas, las aflicciones que abaten, atormentan, angustian y desesperan a nuestras sociedades humanas en todas partes, en todas las latitudes de nuestra Tierra, que como ser vivo no es tan aventurado pensar que no sienta este dolor y sufrimiento de la humanidad…