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El uso político de la palabra Dios

José M. Tojeira

Los que creemos en Dios sabemos que a Él no lo podemos usar ni manipular. Sin embargo, la palabra Dios es usada con demasiada frecuencia en la política. Y conociendo a los políticos lo primero que debemos preguntarnos es si usan o abusan de la palabra. También si lo hacen por ingenuidad o por cinismo, por necedad o por deseo de manipular personas o situaciones. San Agustín, pensador universal de hace varios siglos, solía decir que los hombres buenos “se sirven del mundo para venir a gozar a Dios; pero los malos, al contrario, para gozar del mundo se quieren servir de Dios”.

Servirse de Dios para, supuestamente, fortalecerse es lo que vemos cuando los políticos hablan de Dios o de la tradición cristiana y simultáneamente atacan, mienten y denigran a los migrantes, se enfurecen con las críticas y reprimen a los opositores. Es normal que terminamos pensando que algo humano falla en tales personalidades, por importantes que sean. Y que su cristianismo está severamente averiado.

Otro de los pensadores famosos, pero muy diferente de Agustín, fue Maquiavelo. Él decía que a quien gobierna puede convenirle aparecer como bueno y piadoso. Pero que también “debe estar dispuesto a irse al otro extremo si ello fuera necesario”. O en otras palabras del mismo autor, “un príncipe (gobernante) debe saber entonces comportarse como bestia y como hombre”. Aunque la política debe ser el campo del gobierno de leyes, sigue habiendo políticos que no dudan en comportarse como bestias, aunque lo disimulen con diferentes razones.

La fuerza bruta es siempre una tentación en política. Basta ver la cantidad de coroneles y generales que se han impuesto como gobernantes en nuestra bicentenaria historia independiente. Irse de un extremo a otro y combinar bestia y hombre simultáneamente no tiene razón de ser en una democracia.

Pero los autoritarismos actuales no nos vienen vestidos con quepis y charreteras. Hoy los enemigos de la democracia suelen venir de dentro de la misma, ganando elecciones y cambiando leyes para perpetuarse en el poder. Y como laicos que son en países de tradición cristiana, no resisten la tentación de referirse a Dios, manipulándolo a su gusto para conseguir la aceptación de la gente. Las negociaciones oscuras, el enriquecimiento ilícito, la despreocupación por la situación de los pobres, diferentes formas de corrupción conviven fácilmente con el deseo de que Dios proteja al país.

Al final terminan hablando de un dios con minúscula, que no exige cambios, ni opción preferencial por los pobres, ni mucho menos justicia y reparación para quienes han sufrido graves violaciones de sus derechos. Un dios con minúscula que no llega ni siquiera a ser un ídolo, porque las idolatrías modernas del poder y del dinero no lo ven como un rival ni como un igual.

Frente al dios irrelevante de los políticos el Dios cristiano llama siempre a la paz, a la justicia y hacia la transparencia y el esplendor de la verdad. Y asume pacíficamente el sufrimiento en esa lucha en favor del bien y del amor. No dice que hay que amar a los buenos y odiar a los malos sino que hay que permanecer fiel en la acción de buscar el amor para todos, aunque esa actitud lleve hacia la cruz. Quienes invocan un dios falso desde el poder, buscan siempre el fracaso e incluso el dolor del enemigo. El Dios verdadero quiere que el malvado se convierta y viva. Y eso solamente lo logran los seres humanos cuando desde la fe en el Dios verdadero buscan la paz desde el diálogo, desde la justicia y desde la resistencia en el bien.

Y quienes así actúan no presumen de ser amigos de Dios ni lo meten en todos sus discursos, sino que lo honran desde la verdad, desde la honestidad y desde la dedicación inclaudicable al bien del prójimo, aun a costa de la propia comodidad. Usar a Dios para fines espurios suele tener el mismo efecto que escupir al cielo: termina uno manchado.

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