Por Wilfredo Arriola
Una de las formas de comunicación más incomprendidas en la vida es el silencio. No se sabe si te están olvidando o recordando, si están avalándote o castigándote, si te tienen compasión o por dentro se han desatado los demonios, todo eso, se torna incomprendido. Solo nos queda la intuición como arma a la que uno acude y el prejuicio también, aunque este último más a discernimiento de quien somos.
Cuantas veces a lo largo de muchas conversaciones o discusiones hemos tenido la mala decisión de no medir nuestras palabras y dejarlas ir sin reparo alguno. Hemos herido de una manera atroz. El puñal de la palabra solo duele a quien en tierra blanda se le hunde, luego, en el resultado de esa operación quien tiene el cuchillo tiene el cuerpo del delito, la boca como único manifiesto ante lo sucedido. Todo perdón modifica algo para siempre y a veces en ese siempre quiere decir nunca. Nunca las relaciones volverán hacer las mismas, por fingir ese monótono gesto de “hacer las paces” el primer perdón se tiene que dar a sí mismo y luego ofrecerlo y empezar un proceso de cambio demasiado lento, cuando en verdad es auténtico.
En cualquiera problemática, quien escucha es quien adiestra sus criterios, no quien habla. Se dice en la sabiduría popular “Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar” según Ernest Hemingway y no es ninguna exageración, trabajarse a sí mismo es uno de los oficios más difíciles que existe, porque somos seres tan cambiantes de acuerdo a tantas circunstancias externas que nos acontecen, lo que hoy no has parecido correcto y una firme muestra de personalidad mañana será un total acto de desacierto del cual penaremos para bien o para mal.
La madurez se parece a la utopía, siempre en el horizonte por eso nunca la alcanzamos, en busca de ella se nos va la vida, las amistades, las relaciones sociales, los amores de la vida que siempre a cada tanto se consolidan o se van. Si nos hubiéramos callado otras cosas y hubiéramos expresado otras, quizá la vida nos sonriera de una forma diferente. El consumo de alcohol y drogas inhibe el uso correcto de la glándula pineal, esta glándula es la que potencia el raciocinio, el juicio, las emociones, entre tantas cosas más. Hacer uso de estupefacientes desequilibra las facultades normales del ser humano, provocando daños en el sistema nervioso central, quitándonos la plena facultad de analizar lo que estamos por decir, y en ese sentido, luego de la cuota de palabras mal utilizadas comprendemos el valor del silencio.
Habría que hacer un convenio consigo mismo, repasar en el sosiego de la soledad las palabras que están bien para nuestro fuero personal y que esas sean las que se queden con nosotros para reaprender lo cambiantes que son nuestras reacciones. Valorar el silencio también en nuestras metas, en nuestras proyecciones y en nuestro estilo de vida. El mejor favor que nos podemos hacer a nosotros mismos es agrandar nuestra privacidad, ya lo decía Séneca: “No hables bien de ti, no te creerán; ni mal, porque te creerán enseguida”.