René Martínez Pineda *
Al final, shop los seres humanos, check como cuerpos-sentimientos, estamos hechos de ritos, paradojas y símbolos, de eso tratan festividades como las de Navidad y Año Nuevo, y todas ellas se reducen a decretar muertes y anunciar nacimientos, es decir denunciar el día del fin de algo para anunciar el día de surgimiento de otra cosa. Ese día profetizado, al detalle, por la teoría social (a través de la utopía colectiva) y por las sacerdotisas mayas, el cielo se pondrá particularmente denso y especialmente cercano, al alcance de las manos de todos sin distinción alguna. Algún día tenía que acabarse todo esto, porque no hay mal que dure mil años. Después de la hecatombe final los únicos que sobrevivirán, para sorpresa de los científicos, serán los escritores y los lectores consuetudinarios, porque el fin del mundo demandará narradores de lo simbólico. Como los escritores, poetas y pregoneros de la vida y la justicia social continuarán surgiendo y surgiendo, por generación espontánea, en todos los parajes desolados y yermos de después del fin del mundo –y los militares genocidas, los perversos de oficio, las chambrosas sin beneficio y los demagogos con megáfono elocuentes como pastores fornicarios, serán la historia fósil y oscura que nadie querrá contar ni desenterrar… ni decodificar- los pocos lectores y contadores de cuentos que en el mundo quedarán van a olvidar sus anteriores oficios y se pondrán también de escritores.
Parece un absurdo lírico… pero no hay nada más predestinado y lógico que ese tipo de fin del mundo. Después del fin del mundo, para fundar algo distinto, los países pertenecerán a los escritores –ya mucho han pertenecido a los políticos, militares y religiosos- y las únicas fábricas permitidas serán las de papel reciclado con ideas nuevas; las palabras serán la luz de día y las imprentas romperán el himen de la noche con villancicos fornicarios para imprimir de inmediato el trabajo de los escritores. En las avenidas principales las bibliotecas, teatros y escuelas inundarán las casas, entonces las alcaldías decidirán (ya estamos en la cosa del día después del fin del mundo) clausurar los cuarteles para ampliar las bibliotecas como torres de Babel. Después será el turno de clausurar mataderos, cantinas adulteradas y cárceles. Los caminos estarán hechos de libros y de hecho no habrá material de construcción más resistente que los libros. Y al séptimo día los libros, como maleza ninfómana, remontarán las ciudades y conquistarán pacíficamente las maquilas ubicadas en el campo, aplastarán sus muros esclavistas y penetrarán sus relojes marcadores, para que todos los caminos conduzcan a las bibliotecas y escuelas y teatros y sus rutas nunca sufran de congestionamientos que nos hagan llegar tarde.
Y sucederá que ninguna pared o muro hecho de libros caiga provocando grandes calamidades humanas, como un día antes del día del fin del mundo sucedía a diario. Los escritores trabajarán sin tregua ni cuartel –ni por premios de oropel- porque la gente respetará la vocación y no la compensación, y las insaciables páginas se desbordarán de sus cauces y llegarán hasta la propia orilla del mar para alimentar su fauna. El líder de cada territorio mágico y real –elegido por sus escritos e ideas y no por votos fraudulentos; dividido por el color de las fantasías y no por la cantidad de mercancías- le escribirá a mano una carta a los otros líderes cercanos para sugerirles echar al mar la primera copia de cada libro para que se formen inmensos arrecifes de ideas en todas las playas, no importara si éstas están ubicadas a miles y miles de kilómetros en el sitio que, por comodidad geográfica o falta de instrumentos de cálculo, definimos como el fin del mundo o como el otro lado del mundo.
Así los escritores chinos verán las primeras impresiones formando arrecifes en sus mares amarillos, y los escritores salvadoreños… etcétera. Eso motivará a los escritores a publicar muchos libros, porque en el nuevo mundo sobrará el espacio para las bibliotecas. No importará que el mar siga teniendo un fondo conocido como hoy, ni importará que en ese fondo empiecen a acumularse libros, los primeros días en forma de arena, los días siguientes en forma de rocas, y por fin como un arrecife luminoso que remontará las olas. Con ellos, el mar y la tierra perderán sus fronteras mundanas y se producirá, como al inicio de los tiempos, otra distribución de continentes y océanos, y los políticos demagogos de todas las latitudes serán sustituidos por lagos y penínsulas y etcétera. El agua dulce, que hoy con tanta furia devora tugurios, buscará su cuna para aniquilar la sed que, después del día del fin del mundo, será sólo una pesadilla extraña, al punto que un día los buscadores de pozos sólo necesitarán sus manos. En el mar, los barcos de todo los llamados siete mares atracarán en los puertos cargados de sueños e ilusiones para que los escritores del mundo entero no le cobren impuestos al feliz cargamento. Los líderes y los capitanes y los buscadores de pozos decidirán, en asamblea pública, convertir los barcos en sueños flotantes y parques de diversiones… y el público, con sus ropas de domingo, irá a pie sobre los arrecifes a los sueños flotantes donde las orquestas municipales amenizarán el rito y se bailará hasta bien entrada la madrugada… y entonces la Navidad y la fiesta de Fin de Año será un ritual colectivo que celebrará el milagro de haber cambiado el mundo poniéndoles fin al que hoy sufrimos… y entonces el misterio será mucho mayor. Claro que este fin del mundo sin que termine el mundo es menos probable, por el momento al menos, que el fin del mundo profetizado por los Mayas, los nazis, los romanos o por el mismísimo Washington que imagina a su Imperio salvándose intacto en los casinos de sus modernas Arcas de Noé… pero en estos días hasta los utópicos tenemos derecho a soñar y a contar nuestros propios misterios en el pesebre de los suspiros que se les escapan a los niños de la calle, para quienes los únicos pirotécnicos que conocen son los que lanzan por la boca por una moneda.