Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua
“-¿Quieres, entonces, que hagamos partícipe a Sócrates de nuestra conversación?-, pregunta Hermógenes a Crátilo.
-Si te parece bien- responde este.
-Sócrates, aquí, Crátilo afirma que cada uno de los seres tiene el nombre exacto por naturaleza. No que sea éste el nombre que imponen algunos llegando a un acuerdo para nombrar y asignándole una fracción de su propia lengua, sino que todos los hombres, tanto griegos como bárbaros, tienen la misma exactitud en sus nombres….. Pues bien, Sócrates, yo, pese a haber dialogado a menudo con éste y con muchos otros, no soy capaz de creerme que la exactitud de un nombre sea otra cosa que pacto y consenso.”.
Así comienzan los tres personajes de Crátilo el diálogo famoso, el diálogo platónico que va con el lenguaje, con las palabras y su correspondencia con los signos. Al final, dice Sócrates:
“-Pero dime a continuación una cosa: ¿Cuál es, para nosotros, la función que tienen los nombres y cual decimos que es su hermoso resultado-“. Contesta Crátilo: “-Creo que enseñar, Sócrates. Y esto es muy simple: el que conoce los nombres, conoce también las cosas”.
Así desde hace ya más de quince siglos, va apareciendo el problema entre el signo y el pensamiento: ¿Existe para cada objeto, una denominación justa, válida para todos, o al contrario, la atribución de las palabras a las cosas es algo convencional y varía en función del uso y la costumbre? Pareciera que el Maestro de los que saben se inclina por la segunda opción, con lo que pone en guardia contra una posible acción deformadora del lenguaje y su posible prejuicio para el conocimiento de la verdad.
Ya en la Edad Moderna, el asunto toma otro giro. El aparecimiento de la ciencia, el incremento del conocimiento, el aparecimiento de nuevas lenguas con sus diferencias de vocabulario y sintaxis, provocan un cambio en el enfoque, pero el problema sigue siendo el mismo. Se habla entonces de la posibilidad de una lengua universal, libre de anacronismos y ambigüedades. El gran racionalista del siglo XVII, Leibniz, lo retoma en tal forma, e intenta tal lengua universal y lo ahonda incansablemente, influido, sin duda alguna, por su formación matemática. Leibniz busca una lengua que favoreciera el cálculo mental y la escritura, pero lo amplía porque entiende que ello requiere de una reforma de la lógica y de la gramática. Es, dice, necesario un sistema de signos “semejantes a las cifras de la aritmética o los símbolos del álgebra que representan directamente cosas o ideas y que permiten realizar el racionamiento por un cálculo análogo al cálculo matemático”. Para él, tal lengua reflejaría claramente el pensamiento, utilizando un alfabeto ideográfico compuesto por tantos signos como conceptos e ideas existen.
Bergson, el gran hombre de la intuición, ya, digamos, actualmente, tiene una posición distinta: La solución está en la metafísica. Y apunta que no hay correspondencia entre la experiencia y el concepto, y entre el concepto y la palabra. Para el francés, la realidad desborda infinitamente los esquemas intelectuales formados para apresarla. La realidad, dice Bergson, es en sí misma ímpetu, impulso, elan vital, y sólo el contacto directo con ella nos permite asirla y conocerla. En tal forma, la multiplicidad de imágenes podría, en el mejor de los casos, aproximar al lector a la experiencia, pero nunca sustituirla. La expresión es siempre insuficiente, precaria, simple, rígida, torpe.
El Maestro de la filosofía, Eugenio Pucciarelli, en sus notas de cátedra, establecía la función de la palabra en la ciencia, la poesía, la mística y la filosofía misma. Hay, decía, un lenguaje científico, un lenguaje poético, un lenguaje místico, y también el rígido y austero lenguaje filosófico. Pero en su opinión, nunca una imagen, adherida a lo sensible, es expresión cabal del pensamiento, y más bien viene siendo un obstáculo. Y cita a Nietzsche y a Dilthey: La impotencia de los sistemas para asir la verdad total, que, como consecuencia, desgarran la unidad de la filosofía. La descripción es fiel, pero la prosa resulta incolora y fría y el pensamiento parece arrastrarse sin elegancia a través de palabras que no despiertan emoción en el lector.
“La palabra sólo tendrá valor si logra, por medio de sus virtudes de sugestión y alusión, crear en nosotros un estado del alma adecuado a la experiencia directa. Más importante que la palabra y que el concepto, que son meras herramientas forjadas por la inteligencia para asegurarse el dominio de la materia, es la experiencia directa, la intuición, la inmersión del alma en lo real mismo por un esfuerzo de simpatía y de identificación. De la experiencia, y no de los símbolos conceptuales y verbales en que se manifiesta, depende el valor de una metafísica”. Así finaliza su opinión el Maestro Pucciarelli, siguiendo un poco a Bergson, ante este problema del vínculo entre el signo y el pensamiento, que viene, como ya se ha dicho, desde los griegos del “tiempo guía”, y probablemente desde antes.
El lenguaje, pues, ha pugnado siempre por ser representación fiel de la realidad, manifestada esta en el pensamiento. Pero parece que no ha podido lograrlo, y ha quedado sólo como un acercamiento a la misma, rico y sustancioso pero incompleto. La realidad se intuye, decía Bergson en su Metafísica, en un acto instantáneo y único, y se hace, no rodeándola, no analizándola, no despedazándola, o viéndola desde el exterior, sino penetrándola, y desde dentro de ella misma conociéndola y haciéndola suya en ese acto intuitivo rápido e inmediato. El lenguaje, con sus signos, la expresa, efectivamente, pero sólo en una imagen especular, cercana, aproximada, a veces tosca e incluso distorsionada. El diálogo, pues, sigue, retomando a Crátilo, a Hermógenes y al mismísimo Sócrates, este que nunca escribió nada pero expresó tanto, y siguiendo por la ruta de la historia, con Leibniz, con Nietzsche, con Bergson, y con tantos otros que se ocupan de resolver este menudo dilema, el dilema del vínculo entre el signo y el lenguaje.