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El zoológico de Dios

Álvaro Darío Lara

Escritor y poeta

 

En una esquina de la amada ciudad en la que habito, me encontré cierto día con un antiguo compañero de colegio. Cada cierto tiempo, a lo largo de esos treinta y cuatro años transcurridos desde que nos vimos por primera vez, sentados en una banca escolar, nuestros pasos se han cruzado apenas unos instantes.

La vida de mi amigo no ha sido fácil. Los espectros que se alimentan de nuestros miedos y  carencias lo invadieron durante largas lunas, despersonalizándolo y lanzándolo a las  siniestras calles de la autodestrucción.

Atrás quedaron los días en que el joven basquetbolista de ayer, se mostraba siempre entusiasta y alegre con todos, aunque ya el cáncer del fatal extravío comenzaba a  tomar plaza  en su futura existencia.

Sin embargo, esta última vez de nuestro fugaz encuentro, la historia ha dado un giro muy distinto. Mi amigo, se ha recuperado. Cuenta ya con siete años de libertad espiritual y está reconstruyéndose.  En pocos minutos me relató su tragedia, presa del alcohol, la marihuana y, principalmente, de la cocaína. La implacable y tiránica droga que esclaviza de la forma más brutal e imperiosa a todos aquellos desdichados que llegan a conocerla.

Mi amigo me confió como amanecía siempre en el mismo parque, frente a la misma estatua del prohombre que desde su silla de maestro contempla, quieto, la vorágine de los vendedores, desempleados y transeúntes que pasan y pasan sus horas en aquella explanada humana. También me refirió como en plena adicción, observaba a hombres solitarios llegar en las altas horas de la noche o en la madrugada, a reposar en las vacías bancas. Bebían café o fumaban un cigarrillo. Eran los héroes de la dura recuperación, que aún no podían desconectar su mente del ruido infernal de los fantasmas que  les impedían  alcanzar el sueño reparador. Y por fortuna, fueron estos hombres, quienes motivaron a mi amigo, a iniciar lenta, pero decididamente, el retorno a sí mismo.

En su novela testimonial “El príncipe de los mendigos”, el periodista peruano Guillermo Descalzi, un pionero en la televisión informativa de habla hispana en los Estados Unidos, nos comparte su estremecedor descenso a los avernos de las drogas y del abandono total. Pero también nos habla de su milagrosa resurrección. Una resurrección que es diaria, sólo diaria.

En las primeras páginas de su libro, Descalzi, afirma: “Había algo básico de lo que era totalmente ignorante: que mi descontento provenía de raíz interior, que provenía de lo profundo de mí. Yo pensaba que rodaba mal porque el camino estaba mal”.

En realidad, raras veces el camino está bien. Y no está bien, porque como algo ajeno a nosotros, es difícil que tengamos poder sobre él.

Sobre lo único que sí tenemos control es sobre nosotros mismos, volviendo nuestros ojos hacia la chispa divina que mora en nuestra interioridad más recóndita. El  verdadero ser, al que debemos escuchar mientras vivamos en este mundo. Mundo, al que el Maestro Paramahansa Yogananda -con amorosa sabiduría- llamó en una ocasión: “El zoológico de Dios”. Un terrible, pero hermoso lugar.

 

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