René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
Después de las elecciones (en las cuales se eligen caras y caritas, pero no se decide el papel de las clases sociales, al menos mientras no se instale en cada municipio una solemne “sala de lo popular” para hacerle frente a la sifilítica y pétrea “Sala de lo Constitucional”, a partir de lo cual el pasado tendría un porvenir) cómo no volver a recordar los remotos tiempos aquellos en que sin miedos culturales a las ratas, las cucarachas y los camaleones; ni populismos sociológicos que no dicen nada aunque se oyen eruditos y bonitos en las redes sociales; ni vergüenzas escolásticas por hacer del escritorio la orilla azul del universo; ni ambigüedades ilógicas y oportunistas; ni fronteras ideológicas con muros de por medio… podíamos gritar en las calles la palabra “pueblo” sin sentir vergüenza, y se nos ponía la piel de gallina porque sabíamos que estábamos del lado correcto de la historia, del lado de las víctimas sin victimarios encarcelados, del lado de “nosotros”, pues estaba bien claro que “los otros” solo pasaban la frontera de “el salvador del mundo” cuando venían a ver, desde sus carros blindados, cómo nos masacraba su ejército como un recordatorio sonoro de que nosotros no sabemos, ni debemos saber, de dónde proviene el semen amargo que nos dio vida en una sociedad de muerte. Y entonces nos poníamos justo así, replicando lo mejor posible la pose que le vimos a Aquiles en el relato de Homero, aunque muchos dejaron su talón izquierdo vulnerable a la demagogia, los vicios, las prepotencias tiranas, el populismo y las jugadas sucias de la derecha.
En la hojarasca de esa época en la que las elecciones fraudulentas fornicaban con la guerra de guerrillas, todos sabíamos dónde estábamos parados: los otros -los ladrones del dinero público y los explotadores del sudor de los trabajadores- allá arriba, en las casonas de lujo que están al nomás pasar de largo al divino salvador que no ha salvado a nadie, ni siquiera a la selección de futbol; nosotros, aquí abajo, aquí cerquita uno del otro y uno del dos, eso ya lo contó Benedetti con otras palabras parecidas. Hoy en día es otra cosa muy distinta. A pesar de no haber promovido ni fingido, por sí mismas, cambios significativos y revoluciones alegres en las venas abiertas del país, las elecciones son -a falta de una vertical guerra de liberación nacional que ponga los puntos sobre las íes y el curtido en las pupusas- el proceso político e ideológico de mayor magnitud, agobio y trascendencia patria aunque se hayan convertido en un evento de marketing puro (la propaganda como publicidad en su versión más pura) en el que se anuncian entre luces los posibles prestanombres de los capitalistas patrocinadores del evento: los candidatos.
En el caso particular del país, lo mejor de la propaganda electoral han sido, sin duda, los “memes”, o sea la contra-propaganda como contra-cultura de los que ampliaron los centros comerciales y burdeles; los mensajes de resistencia de los que contrabandean ropa usada; los mensajes de rebelión (mecánica u orgánica) de los estudiantes a los que un voto les cerró los cuadernos; las burlas políticas de los tristes más alegres del mundo, sobre todo aquellas burlas que han puesto la impaciencia como argumento político y el sexo como pecado mortal. Y lo mejor de las promesas electorales es lo que no se promete ni insinúa porque va en contra del sistema económico o porque, del otro lado, sencillamente no se tiene el valor de impulsarlas debido a que no se ha construido la correlación de fuerzas necesarias y suficiente a pesar de que se ha tenido la ventaja estratégica para construirla, y se ha tenido la oportunidad de hacer una alianza táctica para dar dos pasos adelante dando uno para atrás; una alianza política como la que se logró cuando se fundó el Frente Democrático Revolucionario –FDR-, y con la que las contradicciones no serían tratadas como un fracaso, sino como una oportunidad para tomar la decisión correcta de un abanico de opciones. En política se sabe que se ha tomado la decisión correcta, o se ha hecho la alianza adecuada, cuando ninguno de los involucrados queda a gusto y cuando el fruto prohibido no causa la muerte, solo invita a pecar bien y mejor porque, de todos modos, la penitencia es la misma.
Lo más patético e insultante de los candidatos de derecha ha sido verlos salir de la iglesia con cara de santo de pueblo, como forma de calar en el imaginario popular, esa misma iglesia a la que persiguieron con saña durante los años 70 y 80 y que dejó como saldo magnicidios atroces, siendo Monseñor Romero el ícono de los mismos. Al analizar, con la sociología de la nostalgia, cualquier evento electoral, y tratar de descubrir si, a la hora de emitir o anular el voto, para el ciudadano cuenta más el pertenecer a una clase social o la evaluación mecánica de los logros o las mentiras partidarias, la conclusión es tan paradójica como triste, pues se constata que aquel sigue teniendo una cultura política de súbdito y sigue careciendo de memoria histórica, por lo que se afirma que el voto no tiene mucho que ver con la realidad ni con la conciencia, porque el pueblo sigue siendo la última nota a pie de página en los doctos escritos de los historiadores de derecha que, cuando hablan de los victimarios, tienen el cuidado de nombrar como “Don” Fulano al burgués, y tienen sumo cuidado de no usar la palabra “pueblo” o culo.
Los juicios sociológicos y antropológicos que tenían como objeto de estudio las elecciones en América Latina -y, en concreto, la orientación política del voto hasta la década de los 50-, adoptaron enfoques demográficos simples, pues entonces la población era solo un dato agregado (sub-registrado) por segmentos geográficos y administrativos.
En ese contexto en el que, como en el actual, las elecciones políticas no eran ninguna elección económica –sojuzgado, entonces, por las dictaduras militares y el analfabetismo- las trazas ideológicas, económicas y socioculturales de la identidad no fueron las que, prioritariamente, se usaron a la hora de comprender sociológicamente el comportamiento electoral más allá del peso de la hegemonía en su estado bruto: la gobernabilidad que tiene como gendarmes un triunvirato perfecto: la represión masiva, la corrupción cotidiana y la impunidad que absuelve a quienes hacen fraude global y encarcela al que se come su papeleta.